La fuente de la eterna vida

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A Moisés Macías

Alejandro Magno soñó que ya había conquistado Occidente y no habiendo encontrado la Fuente de la Vida tampoco en Asia Menor, la buscó aún más lejos. Le dijeron que se hallaba en la mítica Lacimurga, en la lejana Iberia. Así, pues, inició la peregrinación con sus compañeros, montado en un enorme toro embridado por una gruesa serpiente. Llegados a Lacimurga, fueron conducidos a la montaña, hasta la entrada de una gruta.

Alejandro y los suyos emprendieron la exploración de las entrañas de la cueva, provistos de potentes antorchas. Pronto se sintieron los amigos de Alejandro sorprendidos y atraídos por el fulgor que desprendían las paredes de la gruta; y, al darse cuenta de que eran de piedras preciosas, se detuvieron a cogerlas, llenando de ellas sus talegas. Fue así cómo se perdieron, pues su única salvación era seguir la luz que provenía del exterior, por lo que retrocedieron y, al salir, comprobaron que no habían encontrado la Fuente.


Alejandro, en cambio, siguió adelante, solo, y llegó al final del soterrado camino. Al salir, se halló en una verde pradera en cuyo centro una Mente vertía sus aguas, de maravillosa transparencia, en una alberca. Y, al caer, el rumor del agua era encantador. Junto a la Mente, ofrecía su boca sombreada un cántaro de fina arcilla, invitando a beber. Alejandro lo llenó hasta los bordes y, cuando iba a llevárselo a los labios, un anciano judío detuvo su brazo, conminándole:

—¡No bebas, gran rey, no bebas!

—¿Por qué no he de hacerlo?

¿Acaso no es ésta el agua de nunca morir?

—Si, ella tiene la virtud de volverte inmortal, pero no debes beberla.

—Dime por qué no.

—¡Ah! Yo la bebí hace siglos, amo del inundo. Y no he muerto aún.

—Entonces, es verdad que quien la beba hallará la vida eterna…

—Sí, es cierto. Pero yo bien querría no haberla bebido.

—¿Por qué, pues?

—Porque he visto morir a tantos…, a todos los que iba queriendo y me querían… Padres, hermanos, mujeres, hijos y amigos me pesan como una cadena que arrastro eternamente. ¿Para qué quiero yo la eternidad, si ya nadie me conoce?

Comprendió Alejandro la tristeza del anciano y también la imperiosa y trágica necesidad de la muerte. Con decisión irrevocable, tiró el cántaro lejos de sí, pero allí, de donde el agua formó un pequeño lago, brotó un árbol frondoso, un olivo, hoy ya longevo, que permanece en pie y cobija bajo su copa a los nietos de los nietos del gran rey, que a su sombra escuchan una y otra vez esta misma historia de labios del anciano judío.

Ilustración: Dinah Salame Benoliel

Acerca de Antonio Escudero Ríos

Nació en 1944 en Quintana de la Serena, Badajoz. Hizo las carreras de Filosofía y Publicidad en Madrid en donde reside desde 1960. Es editor literario e investigador de Judaica. Ha realizado ediciones facsimilares de la Guía de los Perplejos, el Cuzarí y de la obra de Isaac Cardoso. Dirigió las Jornadas Extremeñas de Estudios Judaicos en Hervás, en 1995, con Haim Beinart. Fue Director de las Actas del mencionado Congreso, publicadas en 1996. Colaborador en las revistas judías Raíces, Los Muestros, Maguem y Foro de la vida judía en el mundo, entre otras publicaciones. Creador, junto a otros entusiastas, de la Orden Nueva de Toledo, Fraternidad dedicada a la defensa plural de Israel y el Líbano cristiano, así como combatir el antisemitismo. Ha plantado miles de árboles, y construido, con Don Jaime Botella Pradillo, un jardín dedicado a los Justos de las Naciones en Las Navas del Marqués, en tierras de Castilla.

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