La primavera empieza por la punta de los cipreses, en el asomo de unos brotes verdes que alegran los ojos de la mañana. Muy abajo, en cambio, las hojas de los rosales tienen un tono de herrumbre y cicatriz reciente. Hay brisas apuradas, rumores, deslices, fríos que adelgazan al marcharse poco antes del mediodía. Es este aire de contienda, esta indecisión del clima la que más aman los cipreses, un amor que comparten con los verdecillos que, posados en las puntas por donde empieza la primavera, la festejan con un coro de trinos que tiene mucho de agua y bienvenida.
El ciprés es un gran péndulo vegetal coronado de frutos. Carece de las maneras de odalisca de la acacia, cuyo frondoso follaje, hace poco amarillo, oscurece ahora de fuera adentro. Vemos el temblor del valiente jazmín, oímos la risa de la hiedra, acariciamos el filo del laurel y percibimos el gradual despertar de la tierra tendida entre gramíneas, bajo los espejos abandonados por la lluvia. Bien mirado todo son puntas: en forma de diminuto corazón entre las lilas, en las duras yemas florales del peral, en los bigotes del gato que observa su entorno con una parsimonia de emperador de jardines abandonados. Nadie ha visto ninguna gota de savia aún, pero la imaginamos despierta bajo cortezas marteladas por el viento. Los prunus han soltado su aroma de miel y detenerse unos instantes a su vera hace pensar en bodas lejanas, en manteles blancos, en panes saliendo del horno, en abejas que han viajado largos minutos para entrar en esta embriaguez y zumbarle los detalles de pistilos y pétalos claros. Algunos saben que renacen porque son mirados con delectación, otros porque el primer saludo del alba es para ellos y las innumerables lámparas de la primavera oscilan su dicha en el silencio de las calles iluminando cada rincón y cada curva con rectitud solar.
La primavera se instala cuando el ciprés entreabre sus ramas y vemos nidos de araña en su interior, párpados vegetales, pestañas ácidas que el árbol ha dejado caer para que la renovación proceda con su asomo de vástagos tiernos. El ciprés asume su muerte con timidez, muy cerca de su tronco, en ramitas secas y crujientes, que tarde o temprano emplea para alfombrar su ancha base. Calla por debajo y canta por sus puntas el ciprés. Cuanto más alto sube más silencioso es el tapiz que calza su pie, cuanto más solitario parece más visitas recibe de los pájaros. Ya instalada entre nosotros, la primavera se envuelve en sus pólenes y opaca las aguas para que el ojo de ninguna burbuja perturbe el amor de los insectos. La luz ha crecido entre el pulso de las estrellas y la sed de los bosques, obsequiando sus rapidísimos fotones a la concavidad de los valles.
Las puntas de los cipreses son las agujas con que la mañana borda sus mejores propósitos. Aquí un instante celeste para que bebamos del cielo, allá un signo de admiración para que no seamos desagradecidos. Tan espléndido es el hoy y tan porosos sus límites.