En una de sus notas, la BBC mostró como Ahmed acudió a la plaza Tahrir. Colgado
del pecho llevaba un cartel en el que se podia leer en inglés: “Perdonen las
molestias, estamos construyendo Egipto”.
Como miles de jóvenes, Ahmed respondió al llamamiento hecho en las páginas de
Facebook, Twitter, en los celulares y en la radio pública para limpiar la plaza
y las avenidas adyacentes de basura y piedras, tras dieciocho días de intensas
manifestaciones.
El cronista de la BBC dijo que al caer la noche, el centro de El Cario lucía más
limpio que nunca, algo insólito para quienes conocemos esa ciudad y sabemos que
el espacio público siempre fue usado como basurero. Al parecer, el espíritu de
cambio caló hondo en los egipcios, que tras derrocar a Mubarak, no dudaron en
arremangarse, conscientes de que para reconstruir el país y consolidar la
revolución será necesario el trabajo y la colaboración de todos.
Si democracia e islam son contradictorios, la revuelta de El Cairo sólo puede
haber sido un sueño. Cuando el presidente Mubarak insistía en mantenerse en el
poder hasta las elecciones de septiembre y las expectativas se vinieron abajo,
parecía que el movimiento quedaba huérfano y que todo acabaría en unas cuantas
reformas. El milagro, no obstante, se produjo sólo unas horas después.
Sin necesidad de que el ejército interviniera bélicamente, ni que las protestas
masivas acabaran en un estallido de violencia, Mubarak se fué.
La retirada, como siempre en estos casos, se cocinó en oscuros corredores, pero
la razón por la que todo esto empezó y la que obligó al dictador a ceder el
poder fue la protesta pacífica y constante de millones de personas que
consiguieron resquebrajar el sistema hasta hacerles entender que el poder estaba
en la Plaza Tahrir.
Termina una época en Egipto y en el nuevo escenario de momento sólo aparecen dos
certezas: que el control está en manos de los militares, pero el poder está en
la calle, y muy bien vigilado, por cierto.
El reto inmediato será reducir el margen tan amplio que hoy por hoy separa las
expectativas de la movilización social, de la calidad de sus instituciones
políticas.
No es un camino exento de riesgos, pero de lo que suceda en Egipto – y en varios
países de la región – a partir de ahora no depende únicamente la suerte de
quienes salieron y salen a las calles para protestar contra regímenes corruptos
y arbitrarios; en parte también depende la nuestra.
La rebelión egipcia ya es universal y si hasta hace unos días el país era una
hoguera y la incertidumbre una preocupación que mantenía al mundo en vilo, ahora
está en juego una determinada manera de entender hacia dónde camina la sociedad
global del siglo XXI.
El sueño de libertad ya se celebra en las avenidas de Egipro; es ahí donde ahora
mismo está el deseo de democracia. Que se instale en el menor tiempo posible en
las instituciones depende de ellos, pero también de nosotros.
No les dejemos solos. Después de tantos años de opresión, el pueblo egipcio le
regaló al mundo una verdadera lección de valor y coraje. Lo importante ahora es
que lo conseguido no quede sólo en sueños.
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