Nuestra finísima piel

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Dos días antes de la conmemoración del día del Holocausto tuve el disgusto de oír en una reunión de amigos y por boca de uno muy ilustrado, abogado y escritor, “que si no hubiese sido por Hitler el Estado de Israel no existiría”. Comenzó mencionado la trágica muerte de Stefan Zweig en Brasil, hacia fines de la Segunda Guerra Mundial, quien tras una vida cosmopolita de éxitos enormes acabó refugiándose en el Nuevo Mundo desesperado por la desaparición de la Europa que él había conocido y a la que, hasta la llegada del Anticristo al poder, no parecía molestarle que fuera judío. Mi amigo, a quien respeto y admiro, acabó diciendo que si no hubiese sido por Hitler los judíos se hubiesen asimilado a Austria y Alemania, Francia y Holanda, vaya, en todas partes. Y siendo, entonces, parte de la Europa culta, Israel no tendría razón de ser.

Eso mismo creyó, al principio, Herzl. Que si los judíos se bautizaban en masa el mundo cristiano los aceptaría como hermanos. Gracias al cielo cambió de idea. Gracias a Dios Herzl se dio cuenta, porque tenía la piel muy fina, que hay dos clases de antisemita, el bueno y el malo. El bueno sería del tipo de mi amigo, que piensa que uno debe desaparecer como lo que es para que los otros dejen de pensar en ti y obsesionarse con tus talentos o, alternadamente, tus defectos. El otro es abiertamente tu enemigo, que sigue vivo y te despreciará hasta el fin de sus días. Como dijo Herman Hesse, ´´el mundo occidental no le perdona a los judíos haberles dado la Biblia y su dios´´, amén de otras cosillas sin importancia que el poeta citado no alcanzó a ver, como por ejemplo las vacunas Salk y Sabin contra la polio.

Mientras lo oía hablar estaba claro que había traído a colación a Zweig, a quien admira muchísmo, porque yo estaba en la reunión y sabe que no compartimos idearios políticos. Es de izquierdas y como buen liberal de esa corriente, desprecia a los Estados Unidos y a todos sus socios. Entonces, sin demasiadas esperanzas de ser entendido, le dije que los judíos habían vivido mil años en esta tierra que ambos pisamos, mil años antes de ser expulsados de España, en donde por cierto estaban y se sentían como en casa; cientos de años en Inglaterra y otros lugares, y que si se tomaba el trabajo de leer sobre la historia del sionismo daría con la desgraciada figura de Dreyffus y su magnífico testigo, el periodista Teodoro Herzl, no el primero pero sí el más importante de los desengañados. Entonces el rumbo de la conversación cambió y nadie pareció advertir mi incomodidad, tal vez porque yo era el buen judío y ellos los buenos y velados antisemitas de piel insensible que callan porque otorgan y permanecen en silencio por ignorancia.


Creo, sinceramente creo que si Stefan Zweig hubiese sido sionista no se hubiese suicidado. Padeció el mal de los idealistas, todo o nada, pureza o impureza. Fue pacifista cuando no se podía serlo y, a diferencia de su amigo Thomas Mann, no hizo demasiado por ayudar con su pluma a los Aliados. Y otro tanto pasó con Primo Levi o el malogrado poeta Paul Celan, que no vieron en Israel a su patria moral y espiritual, de la que todos dependemos y que aún hoy, en medio de las dificultades, garantiza nuestra humana existencia aunque para eso hayamos tenido que engrosar allí nuestra la piel con armas y tanques al punto tal que, en ocasiones, parecemos insensibles al dolor de los vecinos. Celan y Levi, sobrevivientes del Holocausto, no soportaron los años previos de dolor y desprecio, pero tampoco hicieron el esfuerzo de ver a través del renacimiento judío en la tierra de sus ancestros el cauterio a sus heridas, el consuelo al trágico destino de todos aquellos que murieron por el kidush ha-shem o la santificación del Nombre. Tal vez les faltó tiempo, tal vez se había extinguido en ellos el deseo de luchar por la vida. Nunca lo sabremos. De todos modos hicieron lo que pudieron, dieron testimonio del horror padecido y merecen, por ello, nuestra veneración y respeto.En cuanto a los buenos antisemitas, lasciate ogni speranza, no cambiarán. Bastante tienen con no estar del lado de los malos.

Acerca de Mario Satz

Poeta, narrador, ensayista y traductor, nació en Coronel Pringles, Buenos Aires, en el seno de una familia de origen hebreo. En 1970 se trasladó a Jerusalén para estudiar Cábala y en 1978 se estableció en Barcelona, donde se licenció en Filología Hispánica. Hoy combina la realización de seminarios sobre Cábala con su profesión de escritor.Incansable viajero, ha recorrido Estados Unidos, buena parte de Sudamérica, Europa e Israel.Publicó su primer libro de poemas, Los cuatro elementos, en la década de los sesenta, obra a la que siguieron Las frutas (1970), Los peces, los pájaros, las flores (1975), Canon de polen (1976) y Sámaras (1981).En 1976 inició la publicación de Planetarium, serie de novelas que por el momento consta de cinco volúmenes: Sol, Luna, Tierra, Marte y Mercurio, intento de obra cosmológica que, a la manera de La divina comedia, capture el espíritu de nuestra época en un vasto friso poético.Sus ensayos más conocidos son El arte de la naturaleza, Umbría lumbre y El ábaco de las especies. Su último libro, Azahar, es una novela-ensayo acerca de la Granada del siglo XIV.Escritor especializado en temas de medio ambiente, ecología y antropología cultural, ofrece artículos en español para revistas y periódicos en España, Sudamérica y América del Norte.Colaborador de DiarioJudio, Integral, Cuerpomente, Más allá y El faro de Vigo, busca ampliar su red de trabajos profesionales. Autor de una veintena de libros e interesado en kábala y religiones comparadas.