El presidente turco Recep Tayyip Erdogan y su homólogo mexicano Andrés Manuel López Obrador han mostrado tener muchos elementos comunes, a pesar de la distancia geográfica que los separa. Ambos, con más de dos décadas de ser protagonistas activos de la política en sus respectivos países, han logrado imponer su sello populista en el ejercicio de su poder, con pulsiones autoritarias evidentes. Sus discursos por lo general están marcados por expresiones que recurren a fórmulas simplificadoras de la realidad donde las cosas se presentan en términos maniqueos, sin lugar para los matices, con referencias al pasado histórico nacional al cual evalúan de la misma forma: buenos contra malos, héroes impolutos contra malos radicales.
En ese contexto, la polarización social es inevitable y más pareciera que en ambos casos se trata de algo deliberadamente buscado y no de un efecto colateral no deseado, pero inevitable. Igual incomprensión y desprecio les es común en cuanto a los movimientos feministas que luchan en pro de la igualdad de género. Sus políticas públicas al respecto van claramente en contra de esa demanda cada vez más imperiosa.
En estos momentos precisos otra similitud salta a la vista: la obsesión de combatir la libertad de expresión, a fin de que sólo prevalezca una verdad, un solo camino, una única manera de servir a la patria. Todo lo que se desvíe de la ruta marcada no puede ser, a sus ojos, más que traición al pueblo y a la nación. En el caso turco, el acoso, la persecución y el encarcelamiento de escritores, periodistas, intelectuales y activistas sociales constituye una constante, denunciada una y otra vez por organismos internacionales defensores de derechos humanos.
Van algunos datos: de acuerdo con la agrupación Expresión Interrumpida, en los últimos tres meses de 2021, 203 periodistas enfrentaban juicio. Dieciocho de ellos fueron sentenciados a 24 años, cinco meses y cuatro días de prisión. En meses y años pasados, especialmente desde 2016, cuando se registró un fallido golpe de Estado contra Erdogan, se han registrado cifras abultadas de periodistas perseguidos y enjuiciados, aunque no sólo los miembros de ese gremio han estado bajo la lupa y el acoso. Abogados, académicos y artistas han corrido la misma suerte. Por ejemplo, el único premio Nobel turco de Literatura, Orhan Pamuk, enfrentó en noviembre pasado una investigación judicial por el pecado de haber creado un personaje literario presuntamente ofensivo a la imagen del fundador de la Turquía moderna, Kamal Ataturk. Anteriormente también experimentó acusaciones del sistema de justicia por haberse referido en sus escritos al genocidio armenio perpetrado por el imperio otomano en los albores de la Primera Guerra Mundial. Para el régimen de Erdogan, borrar hechos de la historia es válido a fin de construir una narrativa depurada de todo aquello que le es incómodo para la consolidación de su verdad y su poder.
Hoy por hoy, los medios de información y comunicación en Turquía son en su mayoría beneficiarios del gobierno y, en ese sentido, sus mensajes son de aprobación y encomio a las políticas gubernamentales, sin asomo de crítica o disidencia. Es más, se han registrado secuestros transnacionales de disidentes a fin de ajustar cuentas con ellos. Por supuesto que los medios internacionales y las redes sociales constituyen alternativas para recibir información no oficialmente manipulada, pero para millones de ciudadanos turcos que, por diversos motivos no tiene acceso a esas opciones, el discurso presidencial y el de sus acólitos es el único que permea.
En México, los periodistas hoy no están en la cárcel, pero todo apunta a que el riesgo de ello se ha asomado en estos días con prístina claridad. Amedrentar a quienes osan disentir está siendo el camino elegido por la 4T con objeto de que sólo su verdad y su palabra se difundan en calidad de verbo encarnado. Por otra parte, sabemos que la realidad mexicana en cuanto al periodismo presenta la espeluznante cifra de 39 periodistas asesinados en lo que va del sexenio, homicidios en los que participa una peculiar mancuerna del crimen organizado con funcionarios de la vida pública. El gremio de los comunicadores está hoy en pie de lucha con toda la razón. Las señales de su vulnerabilidad y la de sus familias les están llegando no sólo desde los escenarios sangrientos donde fueron ultimados sus compañeros, sino desde el mismo Palacio Nacional y sus leales repetidores.
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