Si se demuestra que, en efecto, en el cadáver de Arafat hay restos de plutonio, que también pueden haber sido puestos en sus ropas y cuerpo para inculpar a Israel, todavía habrá que probar que los judíos están detrás de su muerte. Sinceramente ha sido una pena que no convirtieran sus restos en diamantes artificiales para regalar a sus fieles. Era lo que mejor le iba a ese personaje siniestro, mentiroso, vil, falso y obsesionado por chupar cámara. Conocemos muy bien las teorías del envenenamiento, típicas del antijudaísmo medieval cristiano que culpaba a los hijos de Israel de sus pestes provocadas por falta de higiene. Era más fácil eso que lavarse las propias manos. Era más fácil decir que los hebreos envenenaban hostias y asesinaban niños que mirarse el torvo, oscuro corazón lleno de odio con el fin de enmendarlo. Fue una pena que en una religión de amor hubiera tanto desprecio. Tras los judíos las brujas, los alumbrados, todos aquellos que tenían un mundo fuera de la Iglesia fueron perseguidos y maltratados. En la historia del cristianismo hay tantos santos como asesinos.
Así que cuando se nos acusa de haber envenado a Arafat, sabemos qué melodía resuena bajo tal acusación. Es el nuevo oscurantismo musulmán que, incapaz de percibir sus propios defectos, busca causas exógenas a sus muchas desgracias. Un desprecio tan añejo que ningún disolvente podrá limpiarlo del todo, un desprecio con prehistoria, tiene al menos la ventaja, a la luz de la verdad, de que sus precedentes se demostraran completamente falsos. Jamás un judío envenenaría una hostia ni ensuciaría un pozo del que él mismo bebe. Arafat no es mi héroe y por tanto no debería ocuparme de él, tanto si murió intoxicado como si pereció por una enfermedad llamada incógnita. Pero sí debo desenmascarar, en la medida de lo posible, a todos aquellos que nos señalan como responsables de su muerte. ¿Acaso Israel no podía haberlo eliminado antes y por otros medios? Desde luego que sí, y eso hubiese ahorrado mucho dolor, el nuestro y el suyo. Si Israel no lo hizo es porque no quiso o no lo consideró relevante. Los judíos conocemos demasiado bien el dolor como para aumentarlo inútilmente.
A los musulmanes, en cambio, ¡que inventaron el lecho de clavos del faquir!, les encanta arrastrar cadáveres por las calles, pegar a sus mujeres, vestir a sus niños de soldados suicidas, matarse entre sí. Exhibir el martirio se considera una virtud, santificar la guerra otra.
Hoy más que nunca Israel depende de sí mismo para defenderse. En un mundo en el que las simpatías se venden y se compran, no podemos aguardar a que la inteligencia europea y americana se conmueva y nos perdone la vida. Arafat está muerto y bien muerto está. Hallen o no restos de plutonio en sus restos mortales, espero que Plutón, el señor de los infiernos del Hades griego, lo retenga allí hasta su completa disolución. Le deseo que, y si puede, descanse en paz aunque la paz no le interesara nunca.