Y también para Dorotea Balsera,la amiga de la infancia en Quintana de la Serena.
Le insinuaron que debería iniciar su búsqueda por la escondida Llerena, ciudad de un paraíso remoto llamado Extremadura, en los confines de la tierra, e inició la peregrinación con sus compañeros montado en uno de sus camellos blancos más veloces, embridado por una gruesa cinta verde, color grato a los ángeles del Señor.
Llegados a Llerena fueron conducidos a la entrada de una gruta. Baha’u’Lláh y los suyos emprendieron la exploración de las entrañas de la cueva provistos de antorchas. Pronto se sintieron los amigos del Sabio -en quien se manifestaba la Divinidad más remota y más reciente, la postrera epifanía de los grandes santos del pasado: Jesús, Mahoma, Zoroastro y Buda- cuyas enseñanzas orientan hacia una nueva actitud para la nueva era, pronto, digo, se sintieron atraídos los miembros de su comitiva por el fulgor que desprendían las paredes de la gruta, y al darse cuenta de que eran piedras preciosas llenaron con ellas sus talegos: Por eso se perdieron, pues su única salvación era seguir la luz del Maestro, y al salir comprobaron que no habían encontrado la Fuente. Baha’u’Lláh, en cambio, siguió adelante solo y llegó al final del laberinto.
Al salir se halló en una verde pradera en cuyo centro una fuente vertía sus aguas de maravillosa transparencia en una alberca. Junto a la fuente, ofrecía su boca sombreada un cántaro de barro invitando a beber. Mirza Husáin lo llenó hasta los bordes y cuando iba a llevárselo a los labios un anciano lo detuvo diciéndole: -iNo bebas, hombre justo entre los justos, no bebas! -¿Por qué no he de hacerlo?. ¿Acaso no es ésta el agua de nunca morir? No quiero perecer para alcanzar el día en que mis ojos vean a quien más grande que todos los demás seres; no quiero que mis ojos, como pasó a los de mi padres, se cierren para siempre a la luz del mundo, obra perfecta del Creador; no quiero acabar como tantos a quienes vi cómo la muerte apartaba de nuestro lado; ni verme reducido a la condición de mortal.
Necesito llevar a mis labios esa agua. ¿No es acaso esta agua el agua de la vida eterna? -Sí, ella tiene la virtud de volverte inmortal, pero no debes beberla. -Dime por qué. -Yo la bebí hace siglos, Maestro y Señor. Y no he muerto aún. -Entonces es verdad que quien la bebe halla vida eterna. -Sí, más yo querría no haberla bebido. -¿Por qué?. -Porque he visto morir a tantos…, a todos los que iba queriendo y me querían. Padres, hermanos, mujeres, hijos, amigos de otro tiempo cuyo recuerdo me pesa como la cadena que arrastro. ¿Para qué quiero yo la eternidad si nadie me conoce? La eternidad que pertenece al dios de los hebreos, al celoso Dios de Israel, sea bendito Su nombre, y a quien sirvo.
Comprendió Mirza Husain, y sintió que la muerte era una necesidad de la vida, y tras reemprender viaje camino de Llerena, la de los llanos pizarrosos, la de las sierras marmóreas, arrojó el cántaro lejos de sí, y allí donde el agua formó pequeño charco brotaron nueve árboles: acaso -pensó el bondadoso Mirza en su corazón- prefiguración de los nueve maestros que habrían de dirigir las asambleas del pueblo amigo de Dios en los días por venir, árboles que permanecen y cobijan bajo su copa a los nietos de los nietos del viejo judío que vive a su pesar, árboles a cuya su sombra escuchan desde entonces esta misma historia de labios del mismo anciano, el relato de cómo un día lejano pasó por sus tierras el hombre que quiso abrir una Puerta, que en Oriente llaman Bah. Una puerta nueva que condujera a un concepto diferente de vida eterna: la vida mortal vivida en paz en la Tierra.
Anno Templi DCCCXCVI
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