Yihad en Europa

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Hace sólo seis meses, después de los asesinatos de París, el Primer Ministro francés, Manuel Valls, daba cuenta de la dimensión de su envite ante el Parlamento: “Me preguntan ustedes si esto es una guerra. Les respondo: sí. Me preguntan si vamos a ganarla. Les respondo: haremos todo lo necesario para ganarla”. Tras la matanza islamista en Túnez, Kuwait, Somalia y Francia, hace dos semanas, Manuel Valls insistía: “Me preguntan si puede haber más atentados. La pregunta adecuada no es si los habrá, sino cuándo”. El Primer Ministro viene mostrando una virtud poco usual entre los políticos: no ocultar lo desagradable. Eso lo pone en las antípodas de su Presidente. Una guerra no es un lance de esgrima, que se resuelva elegante o incruentamente. No es tampoco asunto que concierna sólo a una policía eficiente resolver. Las guerras las gana el ejército sobre el campo de batalla. Gana el que logra imponer al adversario un coste en bajas insostenible. Gana el que aniquila y desarma. O bien es aniquilado y desarmado él mismo. El trabajo policial, en una guerra, es indispensable complemento interno. Pero la guerra de verdad se juega siempre en territorio enemigo. Allí se gana, allí se pierde.

El domingo, en ABC, el ministro del interior español, Jorge Fernández-Díaz, recogía, a su manera y en su léxico la tesis de Valls. Sencillamente, porque la realidad impone, guste o no, su brutal constancia: “Es el momento más crítico desde el 11-M por la amenaza yihadista”, constataba. Nadie puede hoy, en España ocultar, que “existe un riesgo elevado de atentado” islámico. Nadie. Y menos que nadie, el ministro al cual se ha encomendado el orden público. Pero no basta con eso. Estamos –como Francia está, como lo está toda Europa– en guerra: una guerra declarada por el islamismo. Y una guerra, la ganan o la pierden los ejércitos. Con cuanto apoyo policial sea preciso. Pero la ganan los ejércitos. Ésos de los cuales Europa prácticamente ha prescindido desde el fin de la segunda guerra mundial, cuando sólo el protectorado militar estadounidense salvó a un continente exhausto del destino servil que se tragó a todo el Este, hasta el derrumbe, en 1989, del telón de acero.

Hoy, Europa es un territorio codiciable y que se puede conquistar a precio militar muy bajo. Es lo que el yihadismo sabe –y proclama– desde hace, al menos, dos decenios. Quienes aquí viven en la ensoñación de que la yihad sea sólo cosa del norte de África y de la Península Arábiga, se engañan. Puede que deliberadamente. Puede que más aún por estupidez que por cobardía: aunque ambas suelen ir juntas. El territorio, a la apropiación de cuyos bienes aspira la yihad, es Europa. Que ha sido prometida como trofeo por Alá a sus fieles. El norte de África y la Península Arábiga son la base logística. Concepto esencial, ése de “base”, desde que Bin Laden lo adoptase para dar nombre a su red organizativa: Al-Qaeda, “La Base”. En su planteamiento de final del siglo pasado, “la base” era una estructura difusa y no territorialmente definida, aun cuando con soportes diversos e intercambiables, que iban de Afganistán a Yemen o Somalia. Tras la costosa aniquilación de Al-Qaeda, la segunda generación de yihadistas ha retornado a conceptos más tradicionales de asiento geográfico. Y “la base” ha pasado a ser un territorio físico entre Irak y Siria, desde el cual coordinar los ataques al infiel: eso es el “Califato”; eso es el Estado Islámico. Eso hay que destruir. Militarmente. O la guerra se perderá. En Europa.


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