Yo soy Charlie

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Nadie en Europa quiere afrontar que es una guerra. Es una guerra. Que se gana o se pierde. Ninguna guerra acaba en tablas. Europa, de momento, pierde. El islam gana. Porque Europa prefiere dejarse matar a dar batalla. Tal vez, sencillamente, Europa ha muerto. Murió hace mucho. Y los soldados de Alá se limitan a dar tiros de gracia. A quemarropa.

Era 1973. En mi cuarto de estudiante, un solo adorno. Con cuatro chinchetas. La portada de Charlie Hebdo tras las elecciones: Les français ont voté comme des cons, “los franceses han votado como gilipollas”. Puede que la firmara Cabu. No estoy seguro, ¡hace ya tanto…! Cabu está muerto. Lo remató ayer sobre el suelo, a quemarropa, un fiel de Alá. Están muertos otros once redactores. Ametrallados, primero. Luego, tiro en la nuca. Y una proclama al inicio y al final de la carnicería: Allahu Akbar. ¡Alá es grande! “Hemos vengado al Profeta. Hemos matado a Charlie Hebdo”. Pensar que nunca más veré una nueva viñeta de Wolinski me hace entender que mi mundo ha muerto. Y no odio tanto a los asesinos islámicos cuanto a los estúpidos políticos europeos que han tolerado llegar a esto. Europa será musulmana en un par de generaciones. Por fortuna, yo ya no estaré en este jodido mundo para verlo.

Charlie Hebdo fue un hijo del 68. De su variedad más anárquica y festiva. Si hizo de la laicidad su trinchera fue, sin más, porque la laicidad es la República Francesa. Y el nudo fundacional de la democracia. De esa laicidad –como lo recordaba el Papa Ratzinger en París hace seis años–, nace la libertad moderna: la de los creyentes, exactamente igual que la de los descreídos. La laicidad es la garantía de que el Estado se abstiene de intervenir en las prácticas religiosas. Y de que las religiones se abstienen de intervenir en el Estado. Sobre esa norma civilizatoria se alza el mundo en el cual ser libre significa algo. Un mundo al cual el islam no pertenece.


La libertad ciudadana lleva ya décadas amenazada en Francia. Por un islam que niega legitimidad a las leyes de la República y que aspira sólo a aplicar, también en Francia, la sharía, esa estupenda ley de Alá que esclaviza a las mujeres y otorga potestad –cuando no obligación– de asesinar a todo aquel que se resista al mensaje del Profeta. Hace unos años, cuando Charlie Hebdo tomó la defensa de los colegas daneses amenazados por publicar viñetas que los mulás juzgaron irrespetuosas, la revista parisina salió con una de sus portadas más emotivas y más desoladoras: un Alá que, en lo alto, se duele de que todos los que dicen amarlo se empecinen en ser una banda de cons, de “gilipollas”. Equitativamente, el mismo epíteto que usó Charlie para sus compatriotas en el 73.

Barrios enteros, en las periferias urbanas francesas, están fuera de control legal. Ni entra allí la policía ni se observa otra norma que la que los ulemas dictan. Redes paramilitares, entreveradas de islam y narcotráfico, dictan allí la ley y lo que llaman orden. Corán y jeringuilla en mano. Charlie Hebdo podía hacer frente a Pompidou, Giscard, Mitterrand, Chirac, Sarkozy, Hollande… Todos sabían que, les gustase o no, Charlie era el honor de la República. Aun insultándolos. Por insultarlos. Pero el islam no es República.

Cabu asesinado, Wollinski asesinado… Asesinados los mejores ingenios de su generación. Maestra de la mía. Los últimos del 68. Y puede que morir sea ya inevitable. Pero, al menos, morir luchando. No este balar medroso de corderos que lo babea hoy todo. Yo soy Charlie.

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