Nüremberg, 1935.

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Pasear por la antigua ciudad de Nüremberg, situada en el estado federado de Baviera, es algo parecido a transportarse a la Edad Media -la época más floreciente de la ciudad-, en pleno siglo XXI. Sus atractivos y frondosos bosques, su vetusto e imponente castillo imperial –Kaiserburg-, las antiguas iglesias góticas, sus intrincadas y estrechas callejuelas, incluso su larga y bien conservada muralla de cinco kilómetros que, junto con sus ochenta torres de vigilancia rodea, prácticamente, el casco antiguo de la ciudad, son muestras vivas y elocuentes de cómo era Nüremberg en plena Edad Media.

A Nüremberg también se la podría calificar, con toda justicia, como “centro del humanismo alemán” ya que artistas de la talla del pintor Alberto Durero –Albrecht Dürer-, Martin Behaim, que proyectó el primer globo terráqueo, o Peter Henlein, quien fabricó el primer reloj de bolsillo, radicaron en dicha ciudad convirtiéndola en abanderada de la ciencia, la pintura y la escultura.

En el año 1.852 se creó en Nüremberg el Museo Nacional de la República Alemana, que alberga una ingente cantidad de objetos, convirtiéndolo de este modo en el museo histórico-cultural más grande en la zona de habla alemana, y donde pueden encontrarse importantes testimonios de su historia, su cultura y su arte.


No menos interesante es el hecho de que, después de Dresde, fuera Nüremberg la segunda ciudad alemana que sufrió mayores destrozos debido a los intensos bombardeos de los Aliados al final de la II Guerra Mundial.

Un pasado tan esplendoroso y lleno de significado para la cultura germana, no podía pasar desapercibido para los jerifaltes del movimiento nacionalsocialista quienes, a partir de 1.933, declararían a la ciudad de Nüremberg como el lugar donde definitivamente se celebrarían las convenciones anuales –Reichsparteitag– del Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores.

Las más que multitudinarias concentraciones nazis lograban reunir alrededor de 500.000 adeptos y se realizaban de forma harto ostentosa -proliferación de banderas y fanfarrias-, en una enorme explanada conocida como Campo Zeppelín, diseñada para tales menesteres junto con una monumental tribuna para jefes del partido y sus invitados importantes, por el camaleónico Albert Speer, arquitecto favorito de Hitler y posterior Ministro de Armamento del III Reich.

A cada convención anual realizada por los nazis le fue dado un título que se correspondía a la gesta o acción especial que se hubiere realizado ese año en el campo de la política. Por ejemplo, a la reunión del partido de 1.935, año que me interesa especialmente, se le conoció como “Reichsparteitag der Freiheit”, lo que traducido libremente vendría a decir “Congreso de la Libertad” en directa referencia al rearme de Alemania, logrando la llamada liberación del tratado de Versalles que imponía una durísima política de control de armamento y número de efectivos militares.

Un 15 de septiembre de 1.935, también en Nüremberg, se excluyó sistemáticamente a los judíos de la vida y la sociedad alemanas. A través de las ya famosas Leyes de Nüremberg –Nürnberger Gesetze-, se sentaron las bases jurídicas para continuar -legalmente- con la política de racismo antijudío en Alemania.

La explosión de racismo antijudío en Alemania no fue cosa fortuita ni que naciese de forma espontánea de un día para otro. La promulgación de las Leyes de Nüremberg fue una jugada maestra de las bases más antisemitas del partido nazi que pedían a gritos que se actuara de forma legal contra los judíos alemanes de forma que pareciera que el expolio total a que fueron sometidos se hacía conforme a derecho y de acuerdo a las leyes emanadas directamente del parlamento alemán.

La premeditada tragedia empezó, poco a poco y de forma subrepticia, a partir de la toma del poder por Hitler. La primera ley limitando los derechos de los judíos fue la llamada Ley de la Restauración de la Administración Pública, promulgada el 7 de abril de 1.933. En la misma se decretaba que los funcionarios y empleados judíos así como aquellos “políticamente poco confiables” serían excluidos de sus puestos en la Administración Pública. Seguidamente, y también en abril del mismo año, se limitó por ley el número de estudiantes judíos en las escuelas y universidades alemanas, es decir, simple y llanamente se les sometió al temido numerus clausus con el objeto de vetarlos y alejarlos de la cultura y la erudición. Abril de 1.933 fue un mes para recordar en el inconsciente colectivo de la comunidad judeo-alemana. Una nueva ley redujo de forma drástica la presencia de hebreos en las profesiones médicas y legales.

Parecía como si la fiera se hubiere calmado con esta legislación que apartaba, en un porcentaje considerable, al elemento judío tanto de la Administración Pública del Estado como de las profesiones llamadas de corte liberal. Duró poco el respiro concedido a las perplejas comunidades judías. La brutalidad sólo se había aplacado. La discriminación hacia el hebreo era feroz y mostrada libremente, sin subterfugios de ningún tipo. En la primavera de 1.934, un horrible brote de violencia antisemita, desatada por miembros de las S.A., acabó con el linchamiento público y popular de treinta y cinco judíos que fueron salvajemente golpeados. Aunque tremendo en su contenido y forma, éste pareció ser un incidente aislado ya que muchos judíos que se habían marchado de Alemania volvieron pensando que ya había pasado lo peor.

1.935 trajo consigo un caótico despertar de la acción antisemita estimulada principalmente por la propaganda oral y escrita que incitaban a las distintas formaciones del partido nazi –HitlerJugend; S.A. y S.S.- a tomarse la justicia por la mano y actuar directamente contra los aterrados judíos que no sabían qué hacer ni cómo actuar para evitar tal cúmulo de tropelías.

Indudablemente, en toda esta escalada de odio ya preparada estratégicamente de antemano, jugó un papel primordial el gauleiter de Franconia, Julius Streicher, quien desde su semipornográfica publicación Der Stürmer arrojaba basura de forma incansable sobre el colectivo hebreo, calentado aún más los destructivos ánimos populares ya suficientemente caldeados por los discursos demoledores de Joseph Goebbels quien no dejaba de proclamar que los judíos eran la desgracia de Alemania y que habría que actuar en su contra sin ningún tipo de piedad ni miramientos, aunque, eso sí, dentro de la ley (nótese tan absurda incongruencia que refleja la ceguera antisemita de quien pronunció la frase).

Tanta violencia gratuita terminó por asquear a la población germana que, mayoritariamente, rechazaba la acción de matones nazis maltratando públicamente a judíos indefensos mientras saqueaban sus casas o negocios. Aunque… no nos engañemos, se criticaban los métodos, más no los objetivos. Había, en realidad, pocas objeciones a la discriminación contra los judíos. Lo que el alemán de a pie quería era evitar las escenas callejeras desagradables y las alteraciones del orden.

La pugna dentro del propio partido nazi entre radicales y conservadores, encabezados estos últimos por el Ministro de Economía y mago de las finanzas del Hitler, Hjalmar Schacht, quien, por cierto, durante los Juicios de Nüremberg se definiría a sí mismo como un inofensivo homosexual y alcohólico, amenazaba con alcanzar cotas de enfrentamiento entre ambas facciones nada recomendables de cara al electorado alemán. No es menos cierto que la imagen exterior del Reich se estaba deteriorando debido a tanta pendencia callejera -y barriobajera- sin control alguno por parte de los estamentos estatales. A principios de septiembre de 1.935, Schacht dirigió un memorando a Hitler donde le encarecía, en nombre del ala conservadora del partido, una regulación de las actividades antisemitas mediante adecuada legislación.

Hitler, por su parte, se debatía entre su íntima voluntad de darle carta blanca a los radicales para que atacasen directamente al primer judío que encontrasen en su camino, y la necesidad de someterse a criterios más en consonancia con el sentido común político. Su instinto le aconsejó alinearse con los conservadores, aún sabiendo que traicionaba a sus primeros y más leales camaradas de armas.

El día 10 de septiembre de 1.933, Hitler viajó a Nüremberg para unirse a los cientos de miles de simpatizantes que se reunían allí para celebrar la concentración anual del partido. La recepción que se le tributó, como en todos los años precedentes, fue apoteótica, digna de una puesta en escena wagneriana a la que era tan aficionado.

El 13 de septiembre del año en cuestión, Wilhelm Stuckart, perteneciente al ministerio del interior y responsable, junto con su equipo de juristas, de preparar legislación sobre la cuestión judía, recibió la orden de trasladarse a Nüremberg y preparar rápidamente un proyecto de ley que pusiese fin, de una vez por todas, a la controversia surgida en el seno del partido en lo referente al tratamiento que debía dispensarse al judío en el territorio del Reich.

Tanta premura parece indicar que nada había sido preparado al respecto en meses anteriores y que el tema se había precipitado a partir de la situación casi insostenible que se vivía dentro del partido nacionalsocialista.

La asamblea del Reichstag estaba programada para las ocho horas del día 15 de septiembre y el Führer quería que quedasen aprobadas aquellas leyes que, aparte de sellar el destino -trágico- de muchos miles de personas, permitirían solventar una disputa interna que amenazaba con minar las bases de un partido que siempre se había distinguido de los demás por el hecho de estar amalgamado alrededor de un líder absoluto. Cierto es que habían disidencias y descontentos, pero los trapos sucios se lavaban en casa.

Después de un arduo y duro trabajo por parte del equipo de abogados, Hitler aprobó el último borrador que le presentaron en la madrugada del día 14 de septiembre.

Las llamadas Leyes de Nüremberg están constituidas por dos decretos perfectamente diferenciados: el primero trataba sobre la Ley de Ciudadanía del Reich y el segundo sobre la Ley para la Protección de la Sangre y el Honor alemanes. (A estos dos decretos de vital importancia para la supervivencia de la comunidad judía germana, se unía otro que trataba sobre el uso de la bandera y en el que se establecían los colores rojo, blanco y negro como los oficiales del estado nazi. También se determinaba que la bandera con la esvástica sería la oficial de la nación).

La Ley de Ciudadanía del Reich establecía que sólo los arios disfrutarían de ella. Sin lugar a dudas, esta ley despojó a los judíos de sus derechos políticos y los redujo de ciudadanos del Reich a simples súbditos del estado.

En la denominada Leypara la Protección de la Sangre y el Honor alemanes, se utiliza explícitamente la expresión judío y se afirma que la pureza de la sangre alemana es esencial para la continuidad del pueblo alemán. Además, se prohíben los matrimonios entre judíos y otras personas de sangre alemana o afín. De igual forma, se ilegalizan las relaciones sexuales extramaritales entre judíos y alemanes. Para ayudar al cumplimiento de lo anterior, se penaliza el trabajo en los hogares judíos de mujeres de sangre alemana o afín con menos de cuarenta y cinco años. Por último, se prohibía a los judíos izar la bandera del Reich, así como exhibir los colores patrios.

La ley entró en vigor el día después de su aprobación parlamentaria en Nüremberg. (No así el punto referente al empleo de ciudadanas alemanes por parte de judíos, que tuvo que esperar hasta el 1° de enero de 1.936 para ser efectivo).

Esta ley y los numerosos decretos subsidiarios que en años venideros situarían a los judíos alemanes fuera de la sociedad alemana, convirtiéndolos en parias y apátridas en su propio país.

En su discurso al Reichstag del quince de septiembre, Hitler recomendaba la aceptación de las leyes como un último intento de regular legalmente un problema que en el caso de que no se resolviese así tendría que resolverse a través de la solución final del partido nacionalsocialista.

Posteriormente, Hermann Göring, en su calidad de Presidente del Reichstag, presentó oficialmente las leyes que fueron aprobadas de forma unánime por los asistentes.

Como ya he comentado anteriormente, con la promulgación de estas leyes se abrió, de forma totalmente legal, la posibilidad de seguir expoliando a los judíos alemanes hasta posiciones insospechadas. Por ejemplo, entre 1.937 y 1.938, se prohibió taxativamente a los médicos judíos el tratar clínicamente a arios o cualquier otra persona de sangre afín. A los abogados judíos se les revocó la licencia para ejercer su profesión. (Medida de una lógica aplastante ya que quien ha sido privado de sus derechos civiles no puede representar legalmente a nadie). De la misma forma, en el otoño de 1.938, todos los pasaportes judíos fueron marcados con la letra “J” para mejor identificarlos. La vorágine discriminatoria llegó a su cenit a partir del 1° de enero de 1.939 cuando se decretó que todos aquellos judíos cuyo nombre fuese de origen “no hebreo” tendrían que agregar, dependiendo del sexo de cada uno, los nombres de Israel o Sara.

En total trece decretos adicionales fueron agregados a las ya famosas leyes durante los ocho años posteriores, entre ellos la primera definición oficial de judío y de ario, de acuerdo a su árbol genealógico.

A modo de resumen, indicar que a partir de 1.935 la vida del judío en Alemania pasó a convertirse en una especie de pesadilla institucionalizada por decreto-ley. Los tribunales les perseguían sin tregua, ateniéndose y basándose en las leyes ya anteriormente mencionadas. El aparato policial -en su conjunto- hacía lo imposible para obligarlos a marchar de Alemania, y si ello no daba resultado aceleraban el proceso de eliminación física. Lo mejor venía del pueblo llano, del público en general. En determinados informes de la Gestapo se pone de manifiesto la forma en que se acogieron a nivel popular las Leyes de Nüremberg. Por ejemplo, desde Dortmund se decía que casi todos los ciudadanos no judíos daban a las leyes su más pleno reconocimiento. (Esta afirmación me parece una obviedad: sería absurdo que un judío se mostrara de acuerdo en que le desposeyeran de sus derechos de ciudadania).
Desde Magdeburg se señalaba que la población considera la regulación de las relaciones con los judíos como un acto de emancipación, un acto que proporciona claridad y al mismo tiempo mayor firmeza a la protección de los intereses raciales del pueblo alemán.

La batalla estaba definitivamente perdida. El antisemitismo impregnaba e invadía todas las facetas de la vida en Alemania. Hitler y sus secuaces habían conseguido lo que desde un principio se habían propuesto: La separación radical entre el pueblo y los judíos. Una vez logrado el objetivo, les resultó fácil llegar al drama de Auschwitz y lugares semejantes.

Bibliografía.-
The Gestapo and German Society. Robert Gellately. 1.990.
Judenpolitik im Dritten Reich. Uwe Dietrich. 1.972.
Beyond the limits of the Law. Tom Bowden. 1.978.
Victims and neighbors. Francis Henry. 1.984.
Nazi Germany and the Jews. The years of persecution.
Saul Friedländer. 1.997.
The Nuremberg Laws. The beginning of the Tragedy.
Jeremy Noakes. 2.001.

Acerca de José Brito

Abogado en ejercicio y master en Judaica por la Freie Universität Berlín. Colabora de forma períodica en revistas como Studia Rosenthaliana, Raíces, etc.., en temas relacionados con el judaísmo sefaradí.

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