Mensaje del Sr. Sergio Vela en representación de todos los ganadores de los premios del Instituto Cultural México Israel

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A Jennie y David Serur

Señoras y señores, muy buenas tardes.

Para comenzar, diré la hermosa palabra “gracias”. Gracias de todo corazón al Instituto Cultural México-Israel y a sus muy queridos directivos por la doble distinción que he recibido: por una parte, me es otorgado un reconocimiento que mucho me honra y, por otra, he sido elegido para actuar como portavoz de quienes, con más méritos que yo, son igualmente premiados en esta ocasión.
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Permítanme ustedes aludir en este momento tan significativo a algunas cuestiones biográficas que aporten un aderezo sentimental a la objetividad de la argumentación que me propongo ofrecer en mi breve discurso. El hogar en que nací tuvo siempre la fortuna de ser enriquecido por grandes amigos judíos de mis padres, presentes en todas las ramas del saber y del hacer. En especial, diré que el médico que atendía la gravidez y los alumbramientos de mi madre, amigo entrañable de mi familia, era judío. Y mi pediatra lo fue, igualmente. A temprana edad tuve conciencia de una sospecha que ha formado parte de una supuesta pero incierta identidad de la rama materna de mi familia: quizá mi bisabuelo Isaac, padre de mi abuelo Alejandro, y su hermana, la tía Salomé, tenían un origen judío que, por equis ye o zeta, no ostentaron tras avecindarse en Sonora. Quién sabe. Lo que importa, con todo, es que mis dos padres celebraban la expresión de la hipótesis y yo, en mi fuero interno, esperaba con cierta ansiedad que se añadiera una rama abiertamente judía a la genealogía variopinta, andaluza, estadounidense, remotamente vasca y claramente norteña, de mis mayores.

En mi adolescencia temprana aprendí de memoria el poema Auschwitz, de León Felipe, cuya dedicatoria me resultó especialmente conmovedora: “a todos los judíos del mundo, mis amigos, mis hermanos”. Ese poema, cuyas líneas completas conservo con nitidez en la mente desde que tenía doce años de edad, despertó en mí un interés por estudiar la naturaleza y la historia del judaísmo. Desde entonces, y siempre de modo creciente, he sentido una afinidad, tanto en lo intelectual como en lo sentimental, con el judaísmo o, mejor aún: con lo judío y con los judíos. Para mí, estar entre amigos y estar entre judíos es prácticamente sinónimo. Asimismo, ser amigo de lo judío y de los judíos sin ser judío equivale a llevar dentro de uno mismo buena parte del judaísmo y, si me permiten el atrevimiento, a ser una suerte de judío por elección. Estoy convencido, como Borges, que toda persona de occidente con verdadero sentido ético de la vida busca afanosamente (y a veces, ¡ay!, sin éxito) un posible origen judío. Mi fervor religioso, voluble y conflictivo, surgió de un catolicismo marcadamente afín a la raigambre judaica del cristianismo, y al cabo de varias décadas halla en el Tanaj su principal impulso. (Sigo a George Steiner cuando digo que la Biblia judía no es un libro, sino el libro, y también a Joseph Ratzinger —Benedicto XVI— que ha reivindicado el origen judío de la fe cristiana.)

Pero ahora debo referirme a México e Israel. Sobre el primero diré que siempre he defendido su esencia pluricultural y mestiza, y pienso que la identidad mexicana halla su origen en la Nueva España. Hace algunos años, en ocasión del estreno en tiempos modernos de la ópera Motezuma de Gian Francesco de Majo, escenificada en Alemania por mí, escribí entre otras cosas lo siguiente:

La cruenta historia mexicana azora por el cúmulo de contradicciones inherentes a ella. Así, todavía sorprende que una cáfila no tan amplia de aventureros aguerridos se haya internado en un territorio hostil, accidentado y desconocido, y haya logrado en poco tiempo sojuzgar la enorme sociedad del valle de Anáhuac, cuya ferocidad suscitaba el odio y el espanto de sus vecinos. No es aquí, por supuesto, donde habrá de zanjarse la cuestión; sin embargo, al tratar de nuevo una historia polémica, es menester tener en cuenta que México es el resultado del terrible encuentro de culturas antagónicas y que, guste o no, los mejores aliados de Hernán Cortés y sus secuaces fueron los pueblos indígenas enemigos de los aztecas (asunto de apariencia tan paradójica como la culminación de la lucha independentista en 1821, debida a Agustín de Iturbide, hijo de españoles y antiguo oficial del ejército que combatía a los insurgentes).

A mi juicio, la naturaleza mestiza de una nación debe hacerla especialmente acogedora, hospitalaria y respetuosa de la alteridad, es decir, de “lo otro” y de los otros. Ser humano implica reconocernos en lo que nos asemejamos a los demás y en lo que nos distingue de los demás. Por fortuna, México ha acogido a los judíos que llegaron a estas latitudes, y los ha respetado; con todo, es siempre pertinente que la mirada esté atenta al entorno, pues la historia da cuenta de la tristísima recurrencia de la animadversión contra los judíos.

Sobre Israel diré más cosas. En primer lugar, leeré un poema de Borges, publicado en Elogio de la sombra, en 1969. Ruego a ustedes advertir la hondura y la claridad del autor para vincular la historia judía con el resurgimiento de un hogar judío.

ISRAEL

Un hombre encarcelado y hechizado,
un hombre condenado a ser la serpiente
que guarda un oro infame,
un hombre condenado a ser Shylock,
un hombre que se inclina sobre la tierra
y que sabe que estuvo en el Paraíso,
un hombre viejo y ciego que ha de romper
las columnas del templo,
un rostro condenado a ser una máscara,
un hombre que a pesar de los hombres
es Spinoza y el Baal Shem y los cabalistas,
un hombre que es el Libro,
una boca que alaba desde el abismo
la justicia del firmamento,
un procurador o un dentista
que dialogó con Dios en una montaña,
un hombre condenado a ser el escarnio,
la abominación, el judío,
un hombre lapidado, incendiado
y ahogado en cámaras letales,
un hombre que se obstina en ser inmortal
y que ahora ha vuelto a su batalla,
a la violenta luz de la victoria,
hermoso como un león al mediodía.

No es necesario abundar sobre la rareza, de veras antigua o moderna sin par, de Israel. Una nación democrática constituida en torno a una identidad cultural que está marcada por la historia de una religión: ¡un tema idóneo para A Study of History, del gran Arnold Toynbee, sin duda! A mi juicio, la singularidad del caso israelí en el transcurso de la historia deriva de la riqueza intrínseca del judaísmo, y no hay verdadero humanismo sin la formidable raíz judaica de occidente. Erwin Panofsky enseñaba que el humanismo, desde el Renacimiento, implica la “fe en la dignidad del hombre, fundada a la vez en la reafirmación de los valores humanos (racionalidad y libertad) y en la aceptación de los límites del hombre (falibilidad y fragilidad)”. Y añade que “de estos dos postulados se derivan consecuentemente la responsabilidad y la tolerancia”.

Israel es una necesidad histórica y moral. Preserva y acrecienta el enorme legado de una cultura milenaria, híbrida, trashumante y arraigada que, por su incuestionable dimensión ética, ha de actuar de modo ejemplar. Es por ello, y por mi profundo amor a lo judío y los judíos, que debo expresar mi honda preocupación por los brotes recurrentes de antijudaísmo en el mundo y por la urgencia de encontrar el modo de hacer la paz en Medio Oriente. Con humildad, sumo mi voz a las de David Grossman, Amos Oz, Daniel Barenboim, Yitzhak Rabin (z”l —Zijronó LiBerajá—), Shimon Peres y tantos otros judíos que creen en la paz y que darían la vida por ella y por Israel. Y, como la admirada Pilar Rahola, yo vivo mis días en defensa de los judíos y de Israel.

No me extenderé más, pero antes de concluir reiteraré mi sincero agradecimiento por los honores que esta tarde he recibido. Y diré “gracias” de nuevo: a ustedes, por escucharme, y a Israel por existir para todos los judíos y para quienes somos, con lealtad, sus auténticos amigos.

He dicho.

* “Muchas gracias, Israel”.
Discurso pronunciado en la sede del
Instituto Cultural México-Israel
el domingo 7 de diciembre de 2014,
al recibir el premio del propio Instituto

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