Helena Rubinstein: Cuando la belleza se hizo poder

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Comienza el siglo XX y los movimientos sufragistas de las mujeres toman aún más fuerza. En algunos países empiezan a verse resultados. En 1902, por ejemplo, las australianas pudieron votar y ser candidatas al parlamento. Un obstáculo gigantesco había sido superado. Vientos de cambios fundamentales corrían en la gran isla. Y de esos vientos se alimentaba una joven polaca venida del gueto de Cracovia, que levantaba —sin saberlo aún— un poderoso imperio: Helena Rubinstein.

La emancipación femenina parecía correr por sus venas. Tener, como mujer, la libertad para decidir en todos los aspectos de su vida fue uno de sus motores, en un momento en el cual lo esperable era que Helena se hubiera quedado en casa, anhelando encontrar un buen marido que le ofreciera hijos y sustento.

Contrario a eso, Rubinstein rechazó los modelos preestablecidos y ofreció su propia visión del mundo: a principios de siglo el maquillaje estaba asociado a actrices y prostitutas, por lo que la clase media lo rechazaba. Ella, sin embargo, asume la producción y comercialización de cosméticos en masa para que sean las mismas mujeres quienes decidan cómo lucir, desa­fian­do así el modelo de belleza que imperaba en su tiempo.


La polaca no vendía productos sino ideas —convirtiéndose también en una de las pioneras del marketing— y acuñó el lema “belleza es poder”, escuchando y respondiendo así a los ideales que bullían entre las potenciales consumidoras, pero también afirmando que todas las mujeres tenían derecho a seducir, si ese era su deseo. Esta redefinición impulsó el empoderamiento femenino de la época. Y ella fue vivo modelo de eso. Ningún banco se habría fiado en ofrecerle créditos a una mujer, y mucho menos a una de clase baja; pero ella —con obstinación, rebeldía, astucia y su metro y cuarenta y siete centímetros de estatura— se convirtió a pulso en la reina del negocio de la cosmética en Oceanía, Asia, Europa y América.

As de la industria
Helena Rubinstein fue una embellecedora de oficio. Y no solo de la apariencia femenina. Su propia historia de vida fue retocada un montón de veces a conveniencia. Al punto que quienes han recogido su biografía se bandean entre arenas movedizas. La escritora Lindy Woodhead, autora del libro Paint War: Madame Helena Rubinstein y la señorita Elizabeth Arden, sus vidas, sus tiempos, su rivalidad (2004), afirma que la empresaria se reinventó a sí misma al narrar detalles de su llegada a Australia, sobre la procedencia o composición de sus cosméticos, sus viajes o los supuestos médicos que intervenían en la elaboración de sus productos. Woodhead ha explicado que como un detective privado navegó entre partidas de nacimiento, registros de barco y revistas de la época, hasta descubrir una historia muy diferente a la contada, porque Helena estaba vendiendo un sueño de éxito a sus compradoras.

Según narra Woodhead, Rubinstein, quien nació en 1872, dejó Polonia a finales del siglo XIX para acompañar a una prima maltratada por su marido alcohólico y tuvo que trabajar fuertemente y ahorrar de forma casi patológica para poder permanecer en Melbourne, Australia. Ella lo contaba como un viaje programado desde la infancia por su familia para que triunfara con sus revolucionarias ideas.

El hecho es que, una vez en Australia, su piel naturalmente humectada llamó la atención de las mujeres. Entonces, las convenció de que los rigores del clima acabarían con sus rostros, pero que ella podría ofrecerles la solución: su crema mágica, una receta misteriosa de un médico europeo con quien tenía contacto —cuando en realidad se trataba de una mezcla que ella misma hacía en su cocina— capaz de revertir los daños y darles nuevamente un cutis terso y juvenil. Vendió las cremas y a los dos años ya se había hecho con 24 mil dólares.

La crema, que llamó Valaze, tuvo tanto éxito que hasta los periodistas la entrevistaban para conocer más detalles. Rápidamente Rubinstein comprendió el poder de los medios y empezó a colocar publicidad en todos los periódicos.
En 1905 ya había recaudado una fortuna para la época (100 mil dólares) e inau­guró su propio local, el primer salón de belleza de la historia, que se llamó Beauty Valaze.

De sus investigaciones posteriores, comprendió que existían diferentes tipos de piel con necesidades específicas y se dedicó a ofrecer un producto para cada necesidad. Sobre esa base consolidó su definitivo éxito.

En 1907 se casó con uno de los periodistas que la entrevistó por su Valeze, Edward Titus, a quien convirtió en el publicista de su marca. Viajó a Londres, donde abrió una tienda en 1908 y las inglesas enloquecieron. Le siguieron los centros cosméticos en París (1915), Nueva York (1917) y Tokio (1956).

Precisamente en París, Helena Rubinstein entra en contacto directo con el mundo del arte y sus principales exponentes, haciéndose aficionada, patrona y mecenas de inmediato, pasión que mantuvo durante toda su vida: Coco Chanel la invitaba a sus fiestas y Marcel Proust la interrogaba para luego vaciar el ritual del maquillaje femenino en la escritura de En busca del tiempo perdido. Su colección privada contaba con un poco de Miró, Dalí, Picasso, Modigliani, Matisse, Gris y Rouault, entre otros.

Con la Primera Guerra Mundial, la familia en pleno se traslada a Estados Unidos y es cuando abre su primera tienda en territorio norteamericano. Allí, Rubinstein conoció el trabajo de Elizabeth Arden y comenzó la batalla campal entre ambas divas.

En 1926 se divorció, y dos años más tarde contrajo segundas nupcias con el príncipe georgiano Atchill Gourielli.
El aporte de Helena Rubinstein fue dar a todas las mujeres la posibilidad de elección en cuanto al uso de cosméticos, aunque sus productos siempre fueron de lujo, al punto de envasarlos como joyas, convirtiéndolos en objetos aspiracionales y símbolos de la emancipación femenina. Prácticamente le dio forma a una industria que aún era desconocida para la época, e inventó algunos productos que todavía hoy no faltan en un tocador de mujer: la máscara para pestañas que incluye el cepillo aplicador; el maquillaje resistente al agua, a petición del equipo norteamericano de nado sincronizado; y los productos de protección solar.

Ya en 1931 se había convertido en una de las mujeres más ricas de Estados Unidos, y a finales de los años 50 su imperio estaba formado por catorce fábricas de cosméticos y más de 40 mil empleados.

Con todo el éxito obtenido, Rubinstein se empeñó en dirigir directamente su imperio hasta sus últimos días de vida, en modo casi dictatorial y solitario, para defender la idea de que las mujeres podían ser tan autónomas y poderosas como los hombres. El 31 de marzo de 1965, a los 93 años, Helena Rubinstein falleció sola en una habitación del New York Hospital. Toda su vida estuvo dedicada a su empresa, a costa incluso de su familia.

En 1956 había confesado durante una entrevista: “Quisiera que el negocio durase por lo menos trescientos años más”. Ya sobrepasó los 100, Helena. Cada vez falta menos…

Pionera del mercadeo moderno
Helena Rubinstein logró adivinar antes que muchos el valor de la publicidad, lo que la convirtió en un gurú espontáneo del mercadeo. Ya en 1903, con su primera tienda, producía folletos con trucos de belleza que distribuía en su salón o los hacía llegar a sus clientas por correo, creando en ellas nuevas necesidades de consumo. Envasó sus labiales con exquisito gusto para convertirlos en objetos de deseo, piezas de arte o pedacitos del glamour que empezaba a dibujarse en Hollywood.

En un folleto de 1935, Rubinstein ofrecía: “Déjenme crear un retrato vivo de ustedes en colores vibrantes y emocionantes”, haciendo uso de la cultura de la belleza, de la idea del placer para vender, por encima de los atributos objetivos del producto. Todo esto en una industria a la que ella le dio forma y que hoy en día mueve más de 160 mil millones de dólares anuales en el mundo.

Rivalidad estimulante
Tal como lo relató la periodista María Ramírez en El Mundo de España, en la biografía War Paint: Their Lives, Their Times, Their Rivalry, Lindy Woodhead detalla la rivalidad personal entre Helena Rubinstein y Elizabeth Arden, su competencia comercial, y su lucha feroz en un tiempo en el que no podían esperar el respeto ni los fondos de una sociedad y una industria farmacéutica dominada por hombres. Arden y Rubinstein, sin dinero y con mucha ambición, construyeron imperios multimillonarios que controlaron hasta su muerte, cuando sus salones facturaban cifras récord de hasta 60 millones de dólares.

Estas damas lo inventaron casi todo. No hay producto cosmético que se venda en el mercado que no tenga un origen relacionado con alguna de las dos. Ellas patentaron la idea de cadena cosmética identificada con una mujer fuerte, los envoltorios atractivos y el concepto de belleza total.

Compitieron desde que Rubinstein de­sem­barcó en Nueva York. Con sus negocios en expansión se copiaron mutuamente cremas, ungüentos, pintalabios y técnicas publicitarias: “Repetir, repetir” era el lema de Arden; “Bata blanca, bata blanca”, el de Rubinstein, quien aparecía en todos los anuncios con su bata de laboratorio, seguida por el lema “la ciencia de la belleza”. Mientras sus salones se extendían por el mundo —París, Londres, Milán, Toronto—, su paranoia por derrotar al rival se convirtió en constante. Trataban de noquearse mutuamente, como a todo el que se pusiera por delante.

Su guerra llegó hasta el extremo de que Rubinstein contrató al ex marido de Arden, Thomas Lewis, quien había ayudado durante años con su experiencia publicitaria a la creación del negocio. Arden acababa de contratar a una docena de empleados de primera línea de su rival, incluyendo el gestor general de la tienda de Rubinstein. Después de que Helena se casara con un príncipe, Arden se buscó otro. A las dos les salió igual de mal. Las dos sacrificaron su vida personal y las dos compensaban su soledad con aficiones y manías. Una con el arte, la otra con los caballos. Pero Arden tenía un trasfondo peligroso. Según Woodhead, tenía relaciones con la mafia, problemas con algunas bandas por su afición a las carreras, y amistades peligrosas con los nazis. Los jefes de las SS adoraban su salón de Berlín.

Rubinstein: apasionada por el arte

Helena llega a París como una elegante y sofisticada mujer de negocios, y entra en contacto con el arte de la mano de Picasso y Renoir. Logró reunir importantes colecciones de escultura africana, pintura moderna, esculturas de Oriente y Oceanía y antigüedades egipcias. Se convirtió en amiga y mecenas de muchos artistas reconocidos hoy en todo el mundo. De hecho, 27 de sus retratos fueron pintados por célebres artistas, entre los que se encuentra, por ejemplo, Salvador Dalí. Hoy en día el Pabellón de Arte Contemporáneo del Museo de Tel Aviv, sala que ella misma fundó, lleva su nombre. Dicen que su triplex de Park Avenue en Nueva York era en sí una exposición, donde podían encontrarse alfombras diseñadas para ella por artistas como Joan Miró.

El Museo Judío de Nueva York expuso hasta el 22 de marzo Helena Rubinstein: la belleza es poder, primera muestra museística que exploró las ideas, innovaciones e influencia de la legendaria empresaria. Las 200 piezas exhibidas (objetos, obras de arte y fotografías) revelaron su brillante enfoque empresarial, carácter filantrópico e inquietudes culturales.

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