Lección 13: Tribulación, metafísica y cohesión

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Se vuelven las sensaciones, que del mundo extractamos, abigarrados pensamientos, que explanados por la lógica, utensilio del decir, forman proposiciones, “aire semántico”, que decía Aristóteles, que por el mucho ser manoseado para en rústico sonido sin significación alguna. Las palabras, signos de fragmentarios argumentos, cubren lo que quieren penetrar los sociólogos, los motivos que las almas esgrimen para poner en acto los cuerpos que de mal grado habitan.

Creemos que son las tribulaciones, y no los lánguidos placeres, fuentes principales de los escarceos de la mente, y así las definimos: incómodo dolor o sentir suspensivo que nos vuelve quejumbrosos filósofos y a veces nos escarmienta. Por mejores rutas irían los escrutadores de cualquier sociedad, que muy compungidos andan por ver que poco aciertan con sus proféticos libros, si más atendieran las fuerzas de las religiones, sobre todo a la cristiana, que dio, según ha dicho Paul Valéry, atento comitente de los comercios humanos, direcciones de fácil discernimiento para cualquier descaminada oveja.

Incómodas son las tribulaciones, aconteceres corpóreos que obligan a movernos o a aceptar nuestras flaquezas, lo cual nos mueve al amor por lo suave y lo certero. Suspende lo duro, detiene, y descamina lo erróneo, impertinencias de la vida que nos obligan a pergeñar, porque sólo pergeñar puede la indecisa mano humana, fútiles sistemas filosofales que antes con cuentecillos alivian ansias que con rigor kantiano destejen las redes mundanas.


No aceptan las carnales inteligencias, que recogen noticias superficiales y no conceptuosas, la menguada capacidad con que nacieron, y crearon la paciencia, que es dolorida contemplación en la fe muy útil para vadear cualquier sinsabor o amarga disyuntiva. Mas también se fatiga la fe, que por andamio tiene elevadísima idea, la gracia, que justifica la puerilidad de toda empresa hecha por esos gusanos de astrales afanes que son los hombres, recordando poesía de Enrique Diez-Canedo.

Hemos descripto la arquitectura psicológica que en toda cabeza humana hay, base sin la que cualquier esfuerzo científico hecho por sociólogos de intenciones imparciales resulta exangüe. Será la religión ignorada, usando el bíblico léxico, “piedra de tropiezo” de todo cronista que sueñe con dirimir las costumbristas pinturas que a guisa de escenarios todos los días nos rodean y confunden.

Empezará leyendo todo observador agudo de sociedades los graciosos e inéditos modos con que la metafísica se manifiesta, que es ciencia para águilas del pensamiento, sabroso mito para desesperados y fruslería inalcanzable para groseros y palurdos entendimientos. Buscan los sabios en los cielos y en los poblados abismos de la memoria la esencia de toda cosa, y por no encontrarla suponen que es invisible, hecha de cierta arcilla que por el excesivo mezclarse con accidentales polvos ha quedado oculta para las retinas de los carnales, que sólo por los favores de la luz justifican su existencia.

Preñada la imaginación, quedan preñadas todas las formas, que vueltas mascaradas cotidianas parecen embozar misterios que incierto día, por la generosidad de fantasmas, andarinas sombras, adivinatorios charlatanes o azar hecho letra, serán vistos, gozados y vías hacia un no sé qué. ¿Saben rastrear los sociólogos los caminos de las emanaciones de los sabios, tan fuertes que empapan hasta a los más empedernidos ateos? ¿Pueden descifrar los que sus horas dedican a percibir lo que cohesiona a los hombres los estilos que adopta la metafísica en gentes fervorosas, dudosas y escépticas?

Los que animalmente se conforman con lo sensorial, esto es, los de nimia y austera imaginación, no examinan entes, sino pedazos de casualidad que por suerte han conformado singular animal o fruta. Los poetas, que en medio de Dios y la incomprensible nada gimen por entender, a veces observan lo infinito en lo pueril y a veces reducen magnificencias a antiguallas sin más mérito que el tesón vencedor de la corriente de los siglos. ¿Podrán los sociólogos, como pueden los etnólogos de magín de bardo, interpretar los símbolos que rigen las voluntades de naciones y tribus?

La teología es magnífica fraguadora de perdurables símbolos, que a lo mucho, cuando flotan en bárbaras tierras, levemente mudan nombre, color o sentido. La ciencia, muy distinta, no atiende al símbolo, árbol inmutable de la mente, sino a sus curvas y deformes ramas, que malagradecidas olvidan o pretenden olvidar los fundamentos de su quebrantable ser. Halla el que anda entre ramas un fruto, y en vez de pasear la vista de la gruesa causa al blando efecto para explicarse lo que ve, porfía en vislumbrar en lo cercano y explicable el sustento de su hallazgo.

Para poner fin a nuestras pesquisas digamos que es la filosofía moderada, la que no es sistema, sino modesta buscadora de coherencias, la que conserva sin daño símbolos, que se alimentan de la credulidad, y además el científico espíritu, que renueva sus ímpetus como los niños, metiendo las manos en todo, en lodos y divinidades.
Desvarío es querer razonar tribulaciones sin metafísica. Hacerlo es profesar ciencias naturales sin materia, o deletrear sin sonidos. Sea la sociología no ciencia, no filosofía, no teología, sino retórica, ameno catálogo de cosas primeras y últimas, como dice un poema de Borges que describe a Swedenborg, que fue cronista de los cielos, “sin por qué ni cuándo”. Las rarezas sociológicas no historian, sólo desfilan las manifestaciones de lo inesperado. Toda sociedad, en fin, vive agarrada del supuesto, ese espíritu que se menea sobre los abismos que somos.
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Acerca de Edvard Zeind Palafox

Edvard Zeind Palafox   es Redactor Publicitario – Planner, Licenciado en Mercadotecnia y Publicidad (UNIMEX), con una Maestría en Mercadotecnia (con Mención Honorífica en UPAEP). Es Catedrático de tiempo completo, ha participado en congresos como expositor a nivel nacional.

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