Chapopote S. A.

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Cuando se habla de petróleo no puedo desprenderme de una carga sentimental grabada en el recuerdo hace 75 años.

Lázaro Cárdenas y yo coincidimos en el sexenio más decisivo de nuestras vidas, cuando, en 1934, él entró por primera vez a Palacio Nacional por la puerta de honor y yo por la de San Jerónimo 112 bis a la Escuela Primaria República del Perú M2.4.24. El general tenía 39 años; yo menos de 6. “Fuimos contemporaneous”, le dije décadas después. Sonrió lacónico.

Cinco cuadras separaban nuestros lugares de trabajo yendo por Pino Suárez: Regina, Mesones, Salvador, Uruguay y Venustiano Carranza. Algunos días sin clases las caminaba para esperar junto al militar del portón la entrada del Presidente en su coche negro y luego, emocionado, contarle a todo mundo que me había saludado tras el vidrio. Era la hora de un sol que como flash de fotógrafo iluminaba la tarjeta postal de un Zócalo de palmeras, fuentes, kiosco, tranvías, camiones que serían upgraduados a autobuses y en el Portal de Mercaderes calentaba los batidos el día que las licuadoras desplazaron al molcajete.


Para mí fueron seis años felices en una escuela laica y gratuita con magníficos maestros que nos llevaron de la mano por las letras, los números, la tolerancia y los principios de una mística revolucionaria aún palpitante. Fueron pocos los escollos difíciles de vencer, todo lo contrario de los opuestos al hombre que despachaba en la vieja casa de los virreyes. Empezó poniendo en su sitio, o sea el destierro, al mandamás que aspiraba a seguir siéndolo sin calcular con quién se enfrentaba, decisión que normaría la política mexicana hasta hoy, entre otras de profunda huella en la historia.

Condenó la invasión de Abisinia por la Italia de Mussolini y la anexión de Austria por la Alemania de Hitler, a pesar de la conjura de organizaciones patrocinadas por fascistas y nazis que desafiaron su gobierno en una campaña feroz de mexicanos pagados con el dinero de Berlín, activos en todos los grupos de poder. Apoyó a la República en la guerra española, se convirtió en el presidente más agredido por la prensa desde Madero y abrió las puertas de México a los derrotados defensores de la legalidad.

La soberbia de las compañías petroleras y su negativa a cumplir las leyes mexicanas dio base jurídica al presidente Cárdenas para nacionalizarlas en defensa de la soberanía y los intereses de México. La noticia conmovió al mundo gracias a periódicos, radiodifusoras, parlamentos, universidades y llegó a grupos tan aparentemente alejados de los acontecimientos políticos y económicos nacionales y extranjeros como el de los alumnos del grupo 5-B de una escuela pública del México antiguo. Aportamos gustosos lo que pudimos. Participamos en el concurso de dibujos de la expropiación y fuimos solidarios con la actitud de patriotismo, dignidad y entereza de Lázaro Cárdenas: el petróleo es nuestro.

El presidente Enrique Peña Nieto presentará hoy la iniciativa de reforma energética a un Congreso dividido, aunque no por partes iguales. Ese 18 de marzo el presidente Cárdenas alertó a quienes votarán hoy, al hablar de las compañías que: “abusaron de ese poderío económico hasta el grado de poner en riesgo la vida misma de la nación que busca elevar a su pueblo mediante sus propias leyes, aprovechando sus propios recursos y dirigiendo libremente sus destinos”. Temo el riesgo de una vuelta al pasado pre cardenista.

Como todo mexicano estoy inmerso en el estudio de la disyuntiva para normar mi criterio. Confieso un secreto íntimo, a riesgo de generar críticas: sobrevive al tiempo la ilusión del niño que entregó los veinte centavos de su domingo con el anhelo, tan ingenuo como justificado, de recuperar una riqueza que nos habían arrebatado. No soy, pues, un observador imparcial. La emoción no ha muerto.

El presidente Peña Nieto se enfrenta, más que al gran desafío de su sexenio, a la obligación de escoger de qué lado de la historia se quiere ubicar. No puede  equivocarse ni de buena fe, ni avalar la vieja fábula de que el que hace la ley  hace la trampa. No debe dejar la menor posibilidad a la duda, a la  incertidumbre, a la ambiguedad. México no puede renunciar a la rectoría sobre el  futuro de su mayor fuente de crecimiento económico y entregarla a empresas cuya  finalidad principal, hoy como ayer, es el lucro, a veces legítimo.

Si se acepta la intervención privada, por cierto necesaria, debe resguardarse  el derecho absoluto de México a decidir qué hace con su petróleo, para lo cual  debe seguir siendo el dueño.

Hace tres cuartos de siglo un niño donó una moneda para recobrar algo más que  el orgullo. Es muy tarde para venir a explicarle que se equivocó.

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