Curas, magos, jueces y un cocodrilo

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El jueves se inauguró el estudio del Canal Judicial en una vieja casa restaurada con talento en la Calle de República del Salvador 56, entre las de Isabel la Católica, impulsora del descubrimiento y la conquista de un mundo nuevo, y la de Simón Bolívar, caudillo de la independencia y libertad de los pueblos colonizados. Más que parte de la guía urbana parece un capítulo de la historia universal: una sola cuadra del Centro Histórico de la Ciudad de México arranca de las faldas de la española y termina en la espada del caraqueño. Tres siglos en 100 pasos.

Pronuncié unas palabras en la ceremonia, invitado por el Ministro Juan N. Silva Meza: “…Además, el evento tendría singular realce si usted hiciera una evocación relativa al recobrar este inmueble para el Centro de la Capital”. Acepté el honor porque nada más fácil y grato que recordar infancia y juventud en el lugar donde viví hasta los 20 años de edad. ¿Por dónde empezar? ¿Cómo acomodar tanto en tan poco espacio?

Una de mis primeras vecindades estaba en la manzana de enfrente, con zaguán hacia la calle de Mesones frente a la pulquería La Risa que ahí sigue. Su patio terminaba en el muro trasero del Teatro Arbeu, vestigio de la pequeña capilla construida en 1661, dedicada a San Felipe Neri, de donde tomó su primer nombre esta calle alineada al plano del geométrico Alonso García Bravo, encargado por Cortés de trazar la nueva ciudad. En 1767, al ser expulsados los jesuitas se les dio la Profesa a los felipenses y quedó inconclusa durante 100 años la iglesia que edificaban sobre la capilla original. La obra fue terminada con un pequeño cambio: sobre los muros a medias se levantaría no una iglesia sino un teatro que en vez de atrio tendría vestíbulo y una fachada moderna sin tocar la religiosa. Con el apellido de su promotor, Francisco Arbeu, fue inaugurado en 1875 y funcionó hasta poco antes de 1945 en que se retiraron los añadidos y en 1963 fue expropiado por el Gobierno Federal.


Asombroso Fumanchú, el chino de Londres que mientras gritaba papel, papel, lo sacaba de su boca como cadena hasta llenar todo el patio de lunetas. No me perdí ni una función de Conchita Piquer, la más grande cupletista de la historia, a quien luego frecuenté en Madrid. Su piso estaba en la Gran Vía, que es como pleonasmo de cantaora. Admiré a Arthur Rubinstein, el célebre pianista que años después me describió su debut en el teatro Arbeu, cuando algunos zapatistas entraron en pleno concierto y apagaron los focos a balazos, “pero yo no dejé de tocar y, al final, me llevaron en hombros al Hotel Isabel”. Eso dijo. De paso declaro que el Hotel Isabel abierto todavía en esta calle esquina con la Católica fue nido de espías nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

Párrafo aparte merece Blackaman, el domador africano con su peinado afro extraído de El Tesoro de la Juventud, hoy moda común de solistas tropicales. A sus fieras amaestradas solo les faltaba hablar. Asombraba con el cocodrilo que en sus horas libres chapoteaba en el foso del teatro, depósito de agua indispensable para la acústica pre micrófonos. Terminado su contrato Blackaman olvidó llevarse al cocodrilo. Dicen que todavía está ahí.

En el número 66 de esta acera, casa de por medio, estaba la de tres ancianos hermanos: Miguel, Ángel y María Villar Lledías que hacían una vida miserable, privándose de todo, hasta de la higiene elemental, rodeados de tesoros, entre ellos una diligencia antigua nunca usada y 20 millones de pesos en efectivo, de aquellos de octubre de 1945. Varios criminales entraron una tarde a robar. Estrangularon a los hombres, ataron y golpearon a la mujer y se llevaron lo que pudieron. La anciana se arrastró al balcón, pidió auxilio y una semana después, acusada de complicidad en el asesinato de sus hermanos, fue recluida en la Penitenciaría hasta que alguien delató a los verdaderos culpables, condenados a 20 años de cárcel. María ya libre se dedicó a trabajos de beneficencia y vendió la casa, derrumbada poco después de su muerte en 1974.

Otro dato para terminar: enfrente, marcada con el número 41 está la sede del Instituto Cultural México-Israel, fundado en 1946, dos años antes que el Estado de Israel, por un selecto grupo de intelectuales:  Adolfo Fastlicht, Alejandro Carrillo, Alfonso Francisco Ramírez, Andrés Henestrosa, Embajador Moshe Tov, Andrés Serra Rojas, Emilio Portes Gil, Martín Luis Guzmán, Jaime Torres Bodet, Agustín Salvat, Golda Meir, Agustín S. Yáñez, León Davidoff, Samuel Kurian Magun, Efrén Núñez Mata, Ma. Lavalle Urbina. Dejé para el final el nombre del único sobreviviente de esa lista: Jacobo Zabludovsky.

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