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Poco duraban los alacranes hasta el debate acalorado en el que un grupo deseaba imponer una advertencia sobre la seriedad del premio literario más prestigioso del planeta que la mayoría no consiguió desmeritando su trabajo, mientras que otros decían que el trabajo era el premio y la inspiración era el acceso a una fuente infinita que nunca podría ser sustituido o reenumerada por ningún premio humano. En cambio Proust y Chejov estaban felices con su aburrimiento que les producía un placer como el calor de una mujer desnuda y les pintaba una sonrisa gigante, y veían como algunas lámparas molestaban a algunas criaturas y el olor era mejor.
—¿Así que aun buscas firmas? — pregunto Anatole France a Proust.
—No desde que conocí a Madame de Caillavet— dijo Marcel sonriendo tímidamente.
—Marcel, pilón! —.
—Jean Santeuil— dijo una voz baja y oscura en el rincón.
—¿Eres tu Víctor? —.
—Viejo enamorado—. Susurro Víctor Brochard.
—Viejo, ¿cómo estas viejo? —.
—Como llego a ser escritor el pequeño Marcel… ese rompecabezas se lo dejo a Genette—.
—Milton aún está enojado— dice Proust nervioso.
—¿Quien piensa en Milton?, hablemos de las damas—.
—Todo está escrito En busca, ya está dicho todo, y nunca más pude escapar de los reflectores— dijo desdichado.
—Siento escucharlo… como esta Madeleine—.
Víctor Hugo y Bertold Brecht como escritores con una comprometida militancia y tendencia compartieron su paranoia peculiar que iban recapitulando en confesiones que hubiese sido preferible no fueran escuchadas por el oído del otro.
—Sí, era un bachillerato extravagante— le decía Max Reinhardt.
—Entonces no se nos puede culpar por todo— dijo Bertold ensimismado y friolento.
—No, que va, si eres un santo pobo, te quedaste en el viaje de tu tal Baal, olvídalo, nada mejor de lo que es como es—.
—¡Helene me dejo! —.
—¿Otra vez? — Max rio como pato— ¡Mujeres! —.
La paranoia afecto a unos y otros pues mientras que los ceniceros se llenaban elegantemente y las copas se vaciaban produciendo admirables paisajes naturales y tintineos como pincelazos, todos se constituían en un heroico rebaño de héroes cuyos estereotipos hacían plug in con computadoras que transmitían todo el evento online a todo el cosmos , mientras que otros se ocultaban en el baño donde se encontraban los amantes de pasatiempos y torneos de los ajedreces y las damas chinas, el macramé y las envolturas, el origami y las revistas prohibidas de scrabble, y agradecían haber evadido a las pantallas por enfermedades u obras de caridades públicas y aborrecimiento a los libros que firmaban en presencia de filas de consumistas piojosos quienes esperaban aspirar algún defecto literario y colgar de la soga sus propias posibilidades en sus eternidades improductivas y callejeras.
—”Quiero ser Chateaubriand o nada”— se burló de él.
—¿A quien crees que le hablas con tales agallas?—. Pregunto Víctor Hugo irritado
—Mil quinientos ejemplares en cuatro meses. Sabes cuantas entradas tienen los bloggeristas hoy en día, millones de lecturas con un click— aclaro inquisitivo Charles Nodier.
—Este no es lugar para vampiros—. Dijo Víctor aun irritado— Así que ve a buscar tus propios defectos a otra parte.
—No, pero hable con Adele y me envió una invitación—.
—Fuera de aquí hormiga… antes de que te reviente con las suelas de la literatura! —.
—¿Tú y cuantos más?— lo reto Charles.
—Cierra el pico antes de que te dé más—.
—No eres hombre de acción como tu padre, el al menos perteneció a la guarnición de Doubs, en cambio tú, fuiste a estudiar a los Escolapios, pero acabaste en los bedeles con gente extraña, avergonzando a España—.
—Bah! Tú qué sabes sobre España y Francia—.
Carpentier reconsideraba el distanciamiento de la revolución que había sido en el pasado un manifiesto funcional de sangre a la par que Kafka hablaba del litigio cobrado como víctima institucional y García Márquez decía que no había que enemistarse con la izquierda internacional. Sin embargo les molestaba la posición crítica y preferían el escepticismo existencial, una posición aparentemente cómoda en la nomenclatura de la era digital y el americanismo. El narcicismo era prepotente y a veces sublime explicaba Sartre.
Arcanos del hondo discurso poético apreciaban una cierta incapacidad de comunicación, o una discapacidad mental. La neutralidad era la equidistancia al crítico neutral, mientras que la obediencia leal a la letra era la cúpula del reino de lo prohibido. Se preguntaban que mentira era superior! La de quien, cuando, como. Entre copa y copa crecía un acuerdo de una desaparición total del ser reflejando las muchas ausencias a última hora que fueron capaces de ejercer los que odiaban manejar en invierno, pero que se verían ofuscado por la multitud de posibilidades. Pensaban ya en voz alta en una desaparición absoluta del invierno espacial. Arthur Miller con cara torcida maldecía el manifiesto de consorcio universal y prefería la mala fama inmediata, amaba el Internet, así que reía a carcajadas mientras veía los rostros de bloggeristas como en un sueño. Con piel y memoria de elefante Unamuno no cambio un ápice de su juicio, una mala jugada de los medios cuyo marketing les perjudicaría a la larga, como un ancla en un charco. Eran pues, incapaces de citarse unos a otros, pero se preguntaban cuántas migas habían dejado en el bolsillo de sus abrigos en sus últimas visitas a alguna editorial y las comparaban a galaxias haciendo cuentas de las imágenes e ideas visuales para algún verso.
Algunos se regocijaban por su temprana edad parisina como Hemingway quien se reía de la ironía cubana, mientras que Carlos Fuentes y Juan Rulfo discutían sobre corrientes artísticas europeas de mal gusto. Herman Hesse mantuvo de fe la tesis de convertir a la Historia en un fantasma y contraer nupcias con el fin de los tiempos. Mientras George Wilhelm hablaba de una labor de agitación intelectual que correspondió a la consolidación de una propuesta metódica en su taller literario. Lo maravilloso fluía libremente de la mano de una realidad estrictamente seguida en detalle que sería documentada en el árbol y en las autopistas de la Vialactea, documentación que producía miles de entradas al instante de navegadores en todo el mundo, servidores congestionados por el tráfico, y todos berreaban con una obediencia ciega a las redes sociales y el intento de la revolución digital se vio ofuscado por los postres cosmopolitas y los bedeles sin brasiletes, y en el odio a las tertulias que eran absurdas se encontraron varios amigos que volvieron juntos a los traumas futuristas, pues en los tiempos contemporáneos era preferible acostarse frente a la televisión y olvidarlo todo. Eran quienes no sabían tocar las puertas de una gran cultura universal como un arpa, tejida por absolutas casualidades y no intencionada de ninguna manera, no producida por ningún programa de computador ni escala, sino las reacciones contra este programa imprecisables en datos, lo que les hacía volver tras sus escapismos a un indigenismo telúrico y tribal, viral y banal, y a sus edades adolescentes.
Umberto Eco finalmente pidió votar sobre la pesadez del pensamiento en contraste a la ligereza de las letras, y a este mismo efecto en los arboles frente a las ramas de los conceptos que estaban siendo pensados en un frasco, en un tubo de ensayo, reunidos en un disco como la temperatura de un enfermo y que serán enviados como si fuesen una nave espacial enajenando el espacio sideral con signos ajenos a este probablemente con la problemática de producir una catatumba cultural o natural o un shock fusionado. Isaac Asimov explicaba que no existiría la eternidad de no ser por la posibilidad de crear colonias artificiales mientras planteaba las dificultades de transportar arboles a otros planetas, a lo que Cortázar comía una pera defecable y opinaba sobre la razón de la locura de colocar a gente tan ingenua todos juntos como latas de sardinas y compensados con comida gourmet. Eran todos un poco imprecisos. Finalmente Julio Verne, un verdadero aventurero preguntaba en el ruido de los vasos y los platos ¿Qué derecho tenían a tener ellos nombres eternos y no permitir el paso a nuevos escritores, a nuevos nombres al nuevo siglo?
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