El espía arrepentido

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Hacia fines del año pasado se publicó un libro sobre las confesiones de un miembro de inteligencia de la Policía Federal Argentina que se infiltró durante más de una década en la colectividad judía de Buenos Aires, donde alcanzó a ocupar cargos ejecutivos en organizaciones comunitarias.

El trabajo, de los periodistas Miriam Lewin y Horacio Lutzky (Editorial Sudamericana), pasó llamativamente casi desapercibido en la prensa nacional pese a que describía con detalles, corroborados por los autores, un hecho gravísimo en plena democracia: una fuerza de seguridad federal infiltraba a hombres de inteligencia en distintas organizaciones sociales, sindicales y de todo tipo para espiar y detectar “actividades antipatrióticas”.

La historia de José Pérez, el espía arrepentido que durante 15 años informó a la policía las actividades de la comunidad judía de Buenos Aires, comenzó en 1986 y fue la continuación, ya prohibida en esos años, de lo que habitualmente habían hecho la inteligencia militar y policial durante la dictadura: infiltrar a informantes en todas las áreas de la sociedad. Pérez, un apellido que no suena del todo raro en la colectividad judía, venía de Entre Ríos y su contacto con miembros de las colonias agrícolas judías de esa provincia le dio algún grado de conocimiento para desarrollar su tarea como espía. Adoptó un apellido judío materno falso y de a poco fue acercándose a las instituciones deportivas y sociales judías porteñas con la excusa de su interés en indagar sobre sus raíces. Incluso, comenzaron a llamarlo Iosi, la versión hebrea de José. Aprendió a hablar hebreo, se especializó en la tradición y la historia judía y llegó a mimetizarse tanto en la colectividad que sus superiores en la Policía Federal comenzaron a sospechar si no era un doble agente y en realidad espiaba para la inteligencia israelí y no para los federales que lo habían infiltrado.


Hipótesis delirante. “Lo esencial de mi tarea –cuenta Pérez en primera persona en el libro– era llegar a descubrir cómo se organizaban los judíos para concretar el proyecto de conquistar parte del suelo argentino y convertir a la Patagonia en uno de sus dominios, como advertía el Plan Andinia. Eso me encomendaron mis jefes”.

Parece increíble que todavía en 1986 y bajo la restituida democracia tras seis años de la peor lacra militar, las fuerzas de seguridad daban crédito a un libelo antisemita de la década del 70, el Plan Andinia, creado por un delirante profesor de economía de la Universidad de Buenos Aires llamado Walter Beveraggi Allende, un nazi criollo. Ese falso plan de dominar la Patagonia tenía mucho de común con los mundialmente conocidos Protocolos de los Sabios de Sion, un texto apócrifo, publicado a principios del siglo pasado en la Rusia zarista, donde se detallaba una supuesta conspiración mundial hebrea y así justificar su persecución. Ese libro, de 1905, sirvió de base al recientemente fallecido filósofo y escritor Umberto Eco para su magnífica novela “El cementerio de Praga”, ambientada en el siglo XIX. Cuando Eco presentó en 2010 la versión española de esa monumental obra en el Paraninfo de la Universidad Complutense de Madrid, dijo que siempre le fascinó detectar la construcción de la falsificación y la conspiración a través de la historia y remarcó la necesidad de “todos los grupos humanos de reconocerse y mantener una identidad, y para ello elegir a un enemigo interno”. Según Eco, el odio es el que aúna a las pasiones y ofrece sentido y unidad. “Se construye permanentemente un enemigo para cultivar el odio en el corazón de las personas para que permanezcan siempre fieles. Necesitamos un enemigo propio para reforzar nuestra identidad”, explicaba el lúcido filósofo italiano.

“Durante los primeros años –recuerda el espía arrepentido Pérez– llevé adelante mi misión sin conflictos personales ni padecimientos espirituales y llegué tan lejos que ni mis propios mentores podían creerlo, sobre todo cuando llegué a formar parte de la comisión directiva de una entidad central de la colectividad judía argentina” . Fue allí cuando los federales a los que informaba (su contacto de inteligencia era una mujer de mediana edad que manejaba varios infiltrados o “filtros”, como se los llama en la jerga) comenzaron a preguntarle, socarronamente, si su real apellido no sería Péres (con ese), muy común entre los judíos de origen español. Las sospechas sobre el infiltrado provenían de quien lo había mandado a espiar y no de la colectividad, donde espiaba y reportaba cada movimiento.

“Fui líder de grupos universitarios y no sé muy bien en qué momento ocurrió, pero comencé a sentirme demasiado cómodo en el grupo social en que transcurría toda mi vida. Tanto me integré que me había enamorado de una chica judía. No había encontrado ninguna conspiración oscura, nada de lo que auguraban los textos antisemitas en los que abrevaban mis responsables policiales. Había miserias como en cualquier grupo humano, pero ningún turbio complot antiargentino”, confiesa el espía arrepentido.

Los atentados. Pérez siguió informando a la Policía Federal de todas las actividades de la colectividad judía porteña e incluso detallaba en sus informes el interior de los edificios, entre ellos los de la Embajada de Israel y de la Amia. Cuando voló la sede diplomática israelí en 1992 comenzó a preguntarse si sus informes no habrían servido a los autores del atentado. No tuvo dudas dos años después cuando estalló la sede de la Amia, donde murieron 85 personas. En su confesión, Pérez revela que uno de sus informes, que supuestamente deberían ser clasificados y sólo para sus superiores, apareció publicado textualmente en una revista dirigida por espías. Era evidente que había un tráfico de información dentro de la Policía Federal, que entregaba o vendía los reportes de los espías, el de Pérez en este caso.

Por eso, no suena nada inverosímil que los croquis y planos hechos a mano de los edificios comunitarios que Pérez elevaba a sus jefes hayan ido a parar a los que cometieron los atentados.

Una vez integrado a la colectividad y ya casado con una maestra de idioma hebreo, Pérez comienza a espaciar sus informes hasta que después de doce años es relevado de su “trabajo” y termina cumpliendo tareas de inteligencia en la delegación Paraná de la Policía Federal hasta que dejó la fuerza.

Lo que sí suena extraño del relato del espía arrepentido es que su esposa (a quien protege su identidad pese a que luego por cuestiones de deformación profesional de un periodista porteño se supo de quién se trataba), acepta seguir un tiempo casado con Pérez pese a que conocía su trabajo de “filtro” en la comunidad. Tiempo después se divorcian y la maestra se vuelve a casar, esta vez con un cónsul de Israel en Buenos Aires. ¿Le comentó a su nuevo marido diplomático las actividades de espía de su ex pareja? ¿Dejaron pasar el tema por considerarlo irrelevante y porque tras años de espionaje en la colectividad judía nadie pudo detectar ningún delirante plan antiargentino porque en realidad jamás ha existido?

Testigo protegido. Pérez recurrió a los autores del libro para contar su historia y conseguir protección para declarar toda su actividad como “filtro”, pero necesitaba garantizar su seguridad porque pensaba que una vez conocido su testimonio sería pasible de represalias de sus ex colegas. Fue así que declaró ante dos secretarios letrados del fiscal Alberto Nisman, quien conducía la Unidad Fiscal AMIA (UFIAMIA) creada en 2004.

Después de su declaración testimonial, en julio de 2014, Pérez pasó a integrar el Programa Nacional de Protección a Testigos del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Meses después, en enero de 2015, Nisman apareció muerto y aún no se sabe si lo mataron o se suicidó.

Pérez nunca vio a Nisman ni fue llamado a ampliar su declaración, aunque la unidad fiscal sí citó a la mujer de inteligencia policial que recibía sus informes sobre la comunidad. Con toda esa información se podría haber avanzado en determinar los engranajes internos de la Policía Federal que pudieran haber estado vinculados con la necesaria apoyatura local que tuvo el atentado a la Amia.

En la actualidad se desarrolla en Buenos Aires un juicio para determinar quiénes fueron los autores del encubrimiento del atentado, pero poco se ha dicho aún del testimonio del arrepentido espía Pérez y la telaraña de filonazis y antisemitas que seguramente aún integran las fuerzas de seguridad y que gustosamente contribuirían a actos terroristas de esa magnitud o a entregar la información con ese propósito, por ideología o para abultar sus bolsillos.

En el epílogo del libro, sus autores se preguntan: “¿Cuánto sabían las autoridades políticas nacionales de los sucesivos gobiernos democráticos acerca de las actividades de espionajes realizadas a partir de 1986 y hasta después de los dos atentados sobre los judíos argentinos, violatorias de principios constitucionales elementales? ¿Controlaban lo que hacían sus servicios de inteligencia o eran estos, al contrario, los que controlaban al poder político?

La reciente historia y declaraciones de Antonio Stiuso, uno de los espías más importantes de los últimos 40 años en la ex Side (en funciones desde el gobierno de Lanusse hasta el de Cristina Kirchner), parece dar respuesta a parte de estos interrogantes.

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