El judaísmo en Cavafis

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A  Pancracio Celdrán , Doctor ,amigo de Grecia y amante de Israel.
A Alfonso Silván, el amigo  de siempre.

Joaquín Lledó y Antonio Escudero Ríos

La reciente publicación de una espléndida edición bilingüe de la obra completa de Constantino Cavafis, cuya versión en castellano ha sido realizada —con mucha ciencia y no poca ternura—por el profesor de griego don Alfonso Silván Rodríguez, ha abierto para nosotros la posibilidad de surcar, ahora ya sin prisa, ese universo amargo y misterioso que teje la totalidad de los versos del poeta alejandrino. Y es así como, recorriendo esta bella obra, surgió este proyecto de lectura: seleccionar todos aquellos versos en los cuales, de una manera o de otra, Cavafis hacía referencia al judaísmo y a las relaciones de éste con el helenismo.


Ante todo debemos considerar que en realidad leernos una y otra vez un verso durante años creyendo comprenderlo —pensando haberlo hecho definitivamente nuestro— pero de repente, un día, brusca e inesperadamente, este verso nos golpea descubriéndonos una faceta de su esencia que hasta ese preciso instante ignorábamos. Milagros de la escritura, fuente inagotable que, tras haber saciado nuestra sed durante largo tiempo, continúa manando eternamente nueva y eternamente sorprendente.

Las referencias que se hallan en la obra de Cavafis al periodo más importante del helenismo oriental —inicios del siglo in aC a las postrimerías del siglo i de nuestra Era— son muy abundantes. Constituyen una de las partes más importantes de la serie de poemas que podemos considerar —con ciertas reservas, pues en ellos el poeta no parece tener otra voluntad que demostrar lo absurdo de todo acontecer— poemas «históricos». Y aunque en esta serie las referencias al mundo judío son en realidad escasas, gracias a la magia del verso cavafiano todas ellas nos dejan vislumbrar la apasionada relación de atracción y rechazo que durante este periodo de tiempo vivieron las dos culturas. Relación que está, qué duda cabe, en el origen de nuestra cultura.

Griego de Alejandría, Constantino Cavafis nació en el mes de abril de 1863 en una casa situada en una distinguida calle de su ciudad natal. En la planta baja de ese inmueble se encontraba la sede central de la empresa comercial de la familia, negocio de cierta importancia ya que tenía sucursales en las grandes ciudades de Oriente y de Inglaterra. Ismael Pachá había incluso condecorado al padre de Constantino en reconocimiento a los servicios prestados por éste en favor del desarrollo de la industria egipcia. Aumentaba aún más el prestigio de la familia el hecho de que Cariclea —la madre de Cavafis— fuera la hija mayor de Jorge Fotíades, linajudo comerciante en diamantes y persona muy respetada dentro de la comunidad griega de la turca Constantinopla, a la que todos llamaban «los fanariotas» por residir en un barrio llamado el Fanar. Comerciantes audaces, eran tolerados —e incluso privilegiados— por los turcos, quienes tenían necesidad de ellos para sus relaciones con Occidente. Elegantes y decadentes, los fanariotas vivían en su lujoso barrio aislados del mundo, inmersos en el sueño de grandeza helena que en realidad había desaparecido hacía ya muchos siglos.

Es en esa atmósfera de prosperidad y en ese espíritu elitista impregnado de nostalgia donde nació el poeta. Su padre fallece cuando Constantino acaba de cumplir siete arios y muy poco después la empresa familiar entra en una profunda crisis debido a la mala situación financiera internacional. Luego de un periodo pasado en Liverpool intentando salvar lo insalvable, Cariclea —la madre de Constantino— regresa a Alejandría tras disolver la compañía. En 1882, año en el que tiene lugar el bombardeo por la armada inglesa, la familia se traslada a Constantinopla donde Cavafis termina sus estudios en medio de graves dificultades económicas. En 1885 la familia regresa de nuevo a Alejandría, pero los sueños de grandeza han acabado definitivamente. La madre se encierra en el pasado remedando pobremente los felices días de antaño y poco después Constantino entra como administrativo en el Servicio de Riegos del Ministerio de Obras Públicas, oscuro puesto en el que permanecerá prácticamente toda su vida.

Pero Alejandría, la ciudad que fundó el gran Alejandro no muy lejos de la desembocadura del misterioso Nilo, estará ya para siempre en el centro del quehacer poético de Cavafis.

Extraña ciudad Alejandría. Dedicada a Serapión —una divinidad con algo de Zeus y algo de Osiris—, todo en ella era híbrido. Mezcla de culturas que, sin jamás morir del todo, se aclimatan en ese espacio para anunciar el nacimiento de algo genuino que nunca llegaba a ser verdaderamente real. Ya el fundador de la primera dinastía helena, Ptolomeo Soter —egipcio por la etiqueta y las costumbres de su corte pero lógicamente griego— encargó a Demetrio de Falero, un discípulo de Aristóteles, la organización de una institución similar al Museion ateniense para su ciudad, buscando de esta manera helenizarla. La principal joya del edificio construido por Falero era esa famosa biblioteca que llegó a poseer setecientos mil volúmenes. Pero, pese a esta voluntad de hacerla griega, la ciudad tuvo desde su origen una marcada tendencia hacia el cosmopolitismo y en ella convivieron .griegos, egipcios y una importantísima colonia judía que los primeros Lágidas protegieron y fomentaron buscando, probablemente, atenuar la tensión griego-egipcia.

Describiendo a los habitantes de su ciudad, dice Cavafis en un poema titulado «Reyes alejandrinos»:

…y los alejandrinos corrían ya hacia la fiesta, llenos de entusiasmo y dando vítores en griego, en egipcio, y algunos en hebreo…

Recordemos que tras la derrota de Antígono, los otros generales de Alejandro —Ptolomeo y Seleuco— se habían repartido, más o menos en paz, los restos del imperio. Y que lo que había sido antaño Canaán, incluyendo el pequeño territorio de Judea centrado en Jerusalén, había quedado en manos de Ptolomeo y seguiría siendo Ptolomeo durante un siglo. Para los judíos de Jerusalén esto significó que, después de una generación de conmociones en las regiones circundantes, se volvía a la plácida existencia que había vivido bajo los persas. El mismo Flavio Josefo dice: «Ptolomeo, hijo de Lago, participaba de los mismos sentimientos que Alejandro respecto a los judíos que habitaban Alejandría pues fue a ellos a quienes confió las plazas fuertes de Egipto, convencido de que las iban a guardar con fidelidad y bravura… Su sucesor, Ptolomeo Filadelfo, no sólo liberó a los judíos que él pudiera tener como prisioneros, sino que muchas veces les hizo donaciones en dinero y, lo que es más, deseó conocer nuestras leyes y leer nuestros libros sagrados».

En Alejandría existía verdadero interés por conocer «nuestras leyes y leer nuestros libros sagrados». No hay que olvidar que el hebreo había desaparecido como lengua común de los judíos durante la época del exilio, que en la región del Tigris y del Éufrates empezaron a hablar arameo y cuando volvieron a Judea siguieron haciéndolo. Pero como en realidad esta lengua estaba estrechamente emparentada con el hebreo, a todos aquellos que la hablaban no les era difícil leer al menos los escritos sagrados de la Biblia.

El problema en Alejandría era muy diferente. La cultura griega era extraordinariamente atractiva, y los judíos que habían nacido y se habían criado en ciudades griegas a menudo no hablaban otra lengua que el griego. Como ellos no podían leer los textos bíblicos cada vez fue mayor la presión para que se tradujese la Biblia al griego.

La documentación papirológica, por ejemplo, nos revela claramente que los campesinos judíos utilizaban en gran medida el derecho griego, estableciendo contratos en esta lengua —incluso de boda o de divorcio— frente a notarios griegos e intentando procesos delante de los tribunales griegos. No es éste un fenómeno superficial, pues muestra cómo el helenismo —principalmente a través de los judíos de Alejandría— había impregnado a la cultura judía. Y ya fuese por el deseo de los griegos de conocer las leyes y escrituras de sus sometidos aliados o por la presión de los propios judíos helenizados —separados de sus textos por una barrera lingüística— la conclusión de todo ello fue que la traducción de la Biblia tuvo lugar: la famosa traducción conocida como Septuaginta. Lógicamente, a partir de ese momento, el proceso de helenización no hizo más que acelerarse. Describiendo la tensión entre las dos culturas, dice Cavafis en un poema titulado «De los hebreos (50 dC)»

Pintor y poeta, corredor y lanzador de disco, cual Endimión hermoso, Jantes hijo de Antonio. De familia afecta a la Sinagoga.

«Mis más preciados días son aquéllos en que la búsqueda sensorial dejo, en que abandono el hermoso y rígido helenismo, con la dominadora devoción en bien conformados y perecederos miembros blancos. Y me convierto en aquél que quisiera siempre permanecer: de los Hebreos, de los Hebreos sagrados, el hijo».

Ferviente en mucho su declaración. «Siempre permanecer de los Hebreos, de los Hebreos sagrados—»

Sin embargo no permanecía tal en modo alguno. El Hedonismo y el Arte de Alejandría, muchacho entregado a su culto lo tenían.

En este poema flota algo que nos revela la posición altanera que sobre este asunto Cavafis tenía: para él, el helenismo es un altivo desencantamiento mejor que cualquier fanatismo y desde el cual se puede contemplar el vano agitarse de los pueblos. Como su madre, encerrada durante años en los recuerdos de un pasado mejor, el poeta se encierra en su idea del helenismo, que para él es algo privado e íntimo, algo interno y casi secreto. El volver de los antiguos días sólo se realiza plenamente en la belleza de un joven vislumbrado en la taberna. Otro regreso es imposible.

…el hermoso y rígido helenismo, con la dominadora devoción en bien conformados y perecederos miembros blancos.

Flotan en el poema esas referencias homosexuales tan características de Cavafis. Y quizá por ello en el poema son «el Hedonismo y el Arte de Alejandría» los que tientan al pobre y desgarrado Jantes. Aunque, en realidad, los judíos helenizados estaban tentados por el epicureísmo o cualquiera de las otras corrientes filosóficas que en ese momento agitaban el pensamiento griego, porque es evidente que ni el judaísmo ni el helenismo eran totalmente homogéneos ya que ambos sufrían fuertes influencias y vivían una profunda crisis de transformación.

El pensamiento judío se había transformado en el exilio. A partir del momento en que la historia de Israel se interrumpe en tanto que historia de un pueblo independiente —cuando los judíos son reducidos a vivir un presente que no controlan a la luz de su pasado, y a la espera de un porvenir trascendiendo la historia—, el pensamiento judío se deja llevar por dos vertientes: una pietista-legalista y otra escatológica-apocalíptica. Ambas tendencias se refieren a la historia pero ninguna de ellas está verdaderamente en la historia. Los unos van suprimiendo en la Ley su perspectiva histórica y la van reduciendo a un conjunto de prescripciones religiosas, rituales y morales, que deben respetarse para asegurar una existencia terrestre pacífica y próspera. Los otros, dando la espalda al mundo, comienzan a anunciar el final de los tiempos.

Pero la aparición del helenismo y el fenómeno de aculturación que éste trajo consigo introdujo algunas variantes en este esquema, y lentamente fue apareciendo en el pensamiento judío una tendencia fuertemente anclada en el respeto a la Ley escrita y una tendencia más respetuosa de las costumbres en su conjunto, incluso de aquellas cuyo origen era claramente post-exílico.

En algún momento estas dos tendencias comienzan a ser representadas por dos grupos políticos: los fariseos y los saduceos. Los saduceos, más próximos a los que podríamos denominar helenizados, mantienen un rigorismo escritural que los autoriza al laxismo en todo lo que se relaciona con la mundanidad; lentamente comienzan a diferenciar lo que pertenece al ámbito sagrado —que por ello es inmutable— de aquello que, siendo profano, puede modificarse. Frente a ellos, los doctores sinagogales, permitiéndose en algunos casos un ligero laxismo en relación a las Escrituras, son estrictamente rigurosos en todo lo que se relaciona con la tradición judía en su conjunto. Y, lógicamente, a medida que va creciendo la influencia del helenismo en el mundo judío, más se acentúa la confrontación entre estas dos tendencias.

De repente, un cambio brutal se produce: tras una serie de victorias militares, Antíoco III arrebata a los Ptolomeos el territorio de Judea y lo integra en el imperio seléucida. A partir de ese momento todo se precipita ya que la nueva situación produjo graves tensiones en el seno mismo de lo que podemos llamar la tendencia helenizada del judaísmo y ésta comienza a dividirse entre los partidarios de los nuevos amos de Antioquía y los que continúan manteniéndose fieles a Alejandría. Esta confrontación se agrava y provoca una escisión en el cuerpo sacerdotal de Jerusalén. Según relata el Libro segundo de los Macabeos, un intendente del Templo llamado Simón le fue con el cuento a Apolonio —el estratega de Coele-Siria— de que el Templo estaba lleno de riquezas que escapaban a la fiscalidad del monarca seléucida. Éste — en aquel momento Seleuco IV— envió inmediatamente a su ministro Heliodoro a Jerusalén para que se informara de lo que ocurría. El Sumo Sacerdote de Jerusalén —Onías— manifestó al enviado de Seleuco que los tesoros que encerraba el Templo eran depósitos de viudas y huérfanos y que sólo una parte pertenecía a Hircano, hijo de Tobías. Este detalle tiene gran importancia ya que Hircano había adoptado una posición claramente a favor de Alejandría y que tanto él como su familia, los Tobíades, habían sido recaudadores de impuestos para los Ptolomeos. Poco importa el carácter fantástico del relato que hace el Libro segundo de los Macabeos: los ángeles que azotan al impío Heliodoro, la intercesión del Sumo Sacerdote, la conversión de Heliodro, etcétera. La conclusión de todo ello es que Heliodoro no sólo no tocó los tesoros del Templo sino que enseguida tramó una conspiración y asesinó al monarca seléucida. El tiempo que Jerusalén había pasado fuera de la historia había llegado a su fin: la ciudad se situaba en el centro del conflicto que enfrentaba a los herederos del gran Alejandro.

Seleuco IV, el monarca asesinado, tenía un hermano menor —Andoco— que había permanecido durante algún tiempo como rehén de la ya poderosa Roma. Al enterarse de la muerte de su hermano regresó a Antioquía y, tras tomar el poder, comenzó a reinar como Antíoco IV.

También Onías, el Sumo Sacerdote de Jerusalén, tenía un hermano llamado Josué (que había adoptado la forma helenizada de ese nombre: Jasón). Fue este Jasón el que, burlando la voluntad de su hermano, ofreció sus servicios al nuevo rey. Onías fue llevado a Antioquía en arresto domiciliario y Jasón fue nombrado Sumo Sacerdote de Jerusalén por el monarca seléucida. El resto es conocido. Dice el Libro primero de los Macabeos: «Fue entonces cuando aparecieron ciertos israelitas rebeldes que sedujeron a muchos diciendo: “Vamos, concertemos la alianza con los pueblos que nos rodean porque desde que nos separamos de ellos nos han sobrevenido muchos males”. Hallaron una buena acogida estas palabras y algunos del pueblo, más decididos, acudieron al rey y obtuvieron de él autorización para seguir las costumbres de los gentiles. En consecuencia levantaron en Jerusalén un gimnasio al uso de los paganos, rehicieron sus prepucios, renegaron de la alianza santa para atarse al yugo de los gentiles y se vendieron para obrar mal.»

La helenización forzosa desencadenó una serie de tumultos que se vieron agravados por la crisis y el desprestigio que había sufrido la cúpula sacerdotal. Esto provocó la intervención personal de Antíoco Epífanes y el saqueo y la profanación del Templo, además de poner fin a la libertad religiosa que habían disfrutado los judíos durante siglos. Fue esta situación intolerable la que originó la resistencia de los Asmoneos: capitaneados por Matatías y más tarde por el hijo de éste —Judas Macabeo—, los judíos reconquistaron su independencia y se lanzaron a una política de expansión territorial a la que los helenos no pudieron hacer frente. Pero la victoria no detuvo el proceso de helenización: simplemente éste se vió obligado a utilizar otros caminos, e incluso los asmoneos se vieron afectados por este proceso que era en cierta forma irreversible.

Ilustrando este estado de cosas, en su poema dedicado a Alejandro Janeo —uno de los reyes surgidos de la nueva dinastía–, dice Cavafis:

Triunfantes y del todo satisfechos,
el rey Alejandro Janeo,
y su cónyuge la reina Alejandra
pasan con música que abre el cortejo
y con multiforme majestuosidad y pompa,
pasan por las calles de Jerusalén.
Encontró cumplimiento de forma espléndida la labor
que comenzara el gran Judas Macabeo
y los cuatro renombrados hermanos suyos;
y que después sin claudicación se continuó en medio
de muchos peligros y de muchas dificultades.
Nada de impropio quedaba ahora.
Llegó a su fin toda sumisión a los soberbios
monarcas de Antioquía. Ahí tenemos,
el rey Alejandro Janeo,
y su cónyuge la reina Alejandra
en todo igualados con los Seléucidas.
Buenos judíos, verdaderos judíos, judíos fieles — ante todo.
Pero, según lo exigen las circunstancias,
conocedores también de la lengua griega;
y con monarcas helenos y helenizados
relacionándose — pero de igual a igual, entiéndase.
En efecto encontró cumplimiento de forma espléndida,
encontró cumplimiento de forma insigne
la labor que comenzaran el gran Judas Macabeo
y los cuatro renombrados hermanos suyos.

Irónico y escéptico como siempre, Cavafis realiza en este poema una perfecta ilustración de la tesis central de su pensamiento: todo acontecer es vano, lodo y ceniza, viento. La fantasmagórica procesión de los asmoneos pretende ser la celebración de aquella victoria en la que los judíos consiguieron independizarse de los griegos. Pero todo el cortejo, aparato, costumbres e incluso voces, es ya heleno. Y la dinastía que surgió de una justa cólera contra la intolerancia y la corrupción está ya enzarzada en una lucha fratieida contra los fariseos, cada vez más rigoristas, cada vez más radicales. Poco después llega el fin de la independencia y los asmoneos pierden poder aunque, sometidos a Roma y a Herodes, conservan durante un corto periodo de tiempo el cargo de Sumo Sacerdote. Y es al último vástago de esta estirpe, asesinado durante el reinado de Herodes el Grande, a quien Cavafis dedica su poema «Aristóbulo»:

Llora el palacio, llora el rey,
inconsolable en su planto el rey Herodes,
la ciudad entera llora por Aristóbulo
que tan sin merecerlo, fortuitamente se ahogó
jugando con sus amigos en el agua.

Y cuando se enteren en los otros lugares,
cuando por Siria se propague,
también muchos de los griegos se afligirán;
cuántos poetas y escultores estarán de duelo,
porque había llegado a ellos el nombre de Aristóbulo,
y qué fantasía suya para imaginar un efebo
alcanzó alguna vez hermosura tal, como la de este muchacho;
qué estatua de un dios le fue dado poseer a Antioquía
comparable a este muchacho de Israel.

Entona el lamento y llora la Princesa Soberana;
su madre la más noble Hebrea.
Entona el lamento y llora Alejandra por el infortunio.
Pero cuando se encuentra sola se trueca su pesadumbre.
Gime; delira; insulta; maldice.
¡Cómo la engañaron! ¡Cómo la embaucaron!
¡Cómo al final se cumplió el propósito de aquéllos!
Arruinaron la casa de los Asamoneos.
Cómo lo logró el rey malechor.
El insidioso, el corrompido, el pérfido.
Cómo lo logró. Qué infernal plan
para que no se apercibiera de nada Mariamme.
Si se hubiera apercibido Mariamme, si hubiera sospechado,
habría encontrado la manera de salvar a su hermano;
reina es al fin y al cabo, algo podría haber hecho.
Cómo estarán celebrando el triunfo ahora y se alegrarán veladamente
aquellas malvadas, Cipros y Salomé.
Y que imponente sea, y obligada esté
a aparentar que cree sus mentiras;
no poder al pueblo dirigirse, salir y gritar a los hebreos,
decir, decir cómo ocurrió el asesinato.

Así, el poeta vuelve su mirada hacia el pasado de los judíos para extraer de allí la figura de un adolescente asesinado por cuyas venas corría la sangre de los Macabeos. Y al fin y al cabo heleno, el poeta no puede impedirse crear una estatua que, ya para siempre, nos contempla envuelta en los pliegues de sus versos:

…qué estatua de un dios le fue dado poseer a Alejandría comparable a este muchacho de Israel.

Es EVIDENTE que estas breves notas sobre la presencia judía en la poesía de Constantino Cavafis no son más que eso, breves y rápidas impresiones sobre la belleza de algunos versos del poeta alejandrino. Pero también nos parece evidente que cada uno de estos poemas es perfecto umbral para reflexiones más extensas y profundas sobre las relaciones – fundamentales para nuestra cultura– que vivieron el judaísmo y el helenismo durante un largo periodo.

 

Las poesías que se transcriben han sido tomadas de: CAVAFIS, C. P.: Obra poética completa. Edición bilingüe de Alfonso Silván Rodríguez. Madrid: Ediciones La Palma, 1991.

Acerca de Antonio Escudero Ríos

Nació en 1944 en Quintana de la Serena, Badajoz. Hizo las carreras de Filosofía y Publicidad en Madrid en donde reside desde 1960. Es editor literario e investigador de Judaica. Ha realizado ediciones facsimilares de la Guía de los Perplejos, el Cuzarí y de la obra de Isaac Cardoso. Dirigió las Jornadas Extremeñas de Estudios Judaicos en Hervás, en 1995, con Haim Beinart. Fue Director de las Actas del mencionado Congreso, publicadas en 1996. Colaborador en las revistas judías Raíces, Los Muestros, Maguem y Foro de la vida judía en el mundo, entre otras publicaciones. Creador, junto a otros entusiastas, de la Orden Nueva de Toledo, Fraternidad dedicada a la defensa plural de Israel y el Líbano cristiano, así como combatir el antisemitismo. Ha plantado miles de árboles, y construido, con Don Jaime Botella Pradillo, un jardín dedicado a los Justos de las Naciones en Las Navas del Marqués, en tierras de Castilla.

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