Entre arquitectos y urbanistas (1)

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Mi padre llegó de Polonia solo, sin el idioma local, sin la religión mayoritaria y sin dinero, excepto los 9 dólares restantes de los 10 con que salió de su pueblo porque uno lo convirtió en naranjas durante alguna escala del barco que atracó en Tampico a mediados de 1926. Un año después llegó mi madre con mis dos hermanos, Elena de siete, y Abraham, de 3. En 1928 completé la familia.

Una de las frases más bellas de la literatura universal se refiere a una calle, a una casa, a una pared. El viejo caballero andante, víctima de humillaciones, palizas y desaires, derrotado y presagioso de su fin, con ansia de alcanzar su aldea ya cercana, cansado de cuerpo y espíritu, levanta el ánimo de su escudero diciéndole: “Aún hay sol en las bardas”.

Las ciudades son bardas, muros, calles, casas. Aprovecho que el sol aún aluza mi memoria, para recordar la calle en que nací, aunque cuando nací no había calle, y solo algunas vacas extraviadas escucharon los gritos de la vecindad de doctor Barragán esa madrugada del 24 de mayo. Establos, bodegas, industrias, arenales y basura adornaban el cambio de maizales a colonia, la de los Doctores, donde los gritos a cualquier hora no alteraban los nervios de nadie. Mi padre, agente viajero de libros que leía en los trenes y vendía en los pueblitos de la Europa oriental, se instaló ahí porque compró los retazos de una vecina fábrica de colchones para ofrecerlos por kilo en el cercano mercado Hidalgo.


El negocio prosperó y en busca de mejor clientela don David buscó un lugar junto al mercado de la Merced y nuestra tercera vivienda, porque en doctor Barragán tuvimos dos, fue en la calle de Mesones, frente a la acreditada pulquería La Risa, aún abierta para deleite de los tataranietos de aquellos clientes. Alrededor de un gran patio rectangular con escalera central de fierro, se alineaban en dos pisos las viviendas. En medio estaban los lavaderos de cemento, los palos y mecates para colgar la ropa mojada, un excusado. Sobraba espacio para fiestas o velorios y circulación de pregoneros de ropa usada, azucarillos, nieves y leche de cabra ordeñada ahí por su pastora.

La calle suplía las carencias del lugar. Jugaban los niños, regateaban los marchantes, discutían las comadres, se acostaban los borrachos, trabajaban los artesanos. La de Mesones era de bodegas especializadas en chiles secos, garbanzos, habas, frijoles, harina y azúcar. Sus dueños que vivían arriba o en la trastienda, en su mayoría españoles expertos en toros, futbol y jai alai, nos contagiaron sus aficiones y el gusto a la zarzuela, al cuplé, al cante y al teatro. En esa calle aprendí a caminar la media cuadra a la guardería donde me colocaban cada mañana. Esta casa y las dos anteriores no existen ya.

La siguiente fue la de San Jerónimo 134, separada de la Escuela Primaria República del Perú, en San Jerónimo 112 bis, por la del Sindicato de Trabajadores de Limpia. En esa escuela entré hace 80 años y fui feliz los seis años de educación elemental. Casa y escuela siguen donde siempre con el cambio del anterior Perú por la España que le da su nombre actual. En el jardín de San Pablo aprendí a andar en bicicleta gracias al taller donde las alquilaban por cuartos de hora. Padecí “El Fantasma del Convento” en el cine Rialto, pero me consoló el “Mago de Oz” en el Mundial, el mejor sobre el Cairo, Colonial, América, Goya y otros cercanos.

Faltaba el agua potable todo el año y sobraba en temporada la de los charcos, algunos tan caudalosos que se convertían en canales para cruzarlos en zancos. Los trabajadores de la limpieza callejera eran ayudados cada tarde por parvadas de zopilotes hambrientos capaces de echarse al pico, en unos cuantos minutos, los montones de basura. El día que encendieron el alumbrado público, un foco frente a la cantina Cuatro Vientos, todos salimos a celebrar. La cantina, tan calumniada, merece una explicación.

En las viviendas había una mesa, la mesa. Servía al amanecer para el desayuno de chicos y grandes, después para picar cebolla y preparar el caldo, el arroz, el pollo, los frijoles y se servía la comida rápida para dejar el lugar a la plancha, las tareas escolares, la merienda o cena y preparar las mochilas para mañana. La rutina diaria invariable tenía de fondo la XEW, con el tío Polito, Cri Cri, Anita de Montemar o Ave sin nido y la Hora Azul de Agustín Lara. Radio a todas horas. Para el hombre cansado del trabajo no había lugar donde pudiera leer su periódico, conversar o pasar un rato tranquilo. De ahí el servicio social que prestaban las cantinas: eran especie de club, no refugio de vagos, como las múltiples bibliotecas servían de salas de leer y estudiar más que de prestar libros. (Continuará).

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