Grecia, el Hermes del judío y del cristiano

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Conocer la historia de la Iglesia, decía Gerhard Ebeling, es conocer la historia de las interpretaciones de la Sagrada Escritura. Dichos avatares, sea dicho con verdad, representan pugnas antitéticas, batallas en las que encontraremos esgrimidas varias y filosas armas retóricas. La retórica no se hizo para dialogar, sino para persuadir, para avasallar razones y granjearse juicios. Interpretar es dialogar y dialogar es hablar, oír, abrir el ser al prójimo y enunciar con fe, creyendo que el rostro de enfrente comprenderá lo que decimos.

No creemos que la historia de la Iglesia, que es la historia de la fe, de la confianza en el amigo y en la verdad, se reduzca a la exégesis histórica y filosófica. Para sentir la Sagrada Escritura hay que sentir como griego, o hay que sentir, al menos una vez en la vida, que el mundo se derrumba para colocarnos en lo eterno. Es menester, en fin, ir al pasado clásico, fuente de toda nuestra concepción mundana y celestial.

Dialogan mucho los personajes homéricos, que no se cansan de demostrar su autoridad echando mano de hermosos calificativos, imperativos epítetos y descripciones de virtudes magnánimas. Dialogaron los hombres que imaginó Platón, que indirectamente, con disimulo, regalan sabios consejos. Dialogó el maltratado Job, mas sin razonar, según Borges, para poner en el tiempo, en palabras, en el pasado, las cuitas que Dios le hizo sufrir. Jesucristo, parabolista, artista, dialogó, pero pocos penetraron sus palabras. Juan de Valdés, para librar al broncíneo castellano del latín, dialogó sinceramente, sin cuidarse de calcar los usos de Roma. Y finalmente Hegel, careando Espíritu y Hombre, dio lección rica a la Humanidad, que se había hecho sorda a los asuntos elevados.


Innúmeras son las horas en las que el hombre pierde su fe y busca sosiego en las letras clásicas. Cuando Dios se aleja, se calla y nos azuza para profesar nuestro libre albedrío, acudimos a la literatura griega, donde leemos pasajes acalorados que hacen imaginar la fe. El valiente Diomedes, metido en el campamento de los troyanos, a punto de perder la esperanza oye que la hermosa y cálida Atenea le dice (“Ilíada”, rapsodia X): “Piensa ya en la vuelta, hijo del magnánimo Tideo, no vaya a ser que un Dios despierte a los troyanos y te veas precisado a huir en dirección de las naves cóncavas”. ¡Quisiéramos, a decir verdad, recibir tales alientos en las críticas horas, pero tamaño bien se nos niega!

La literatura nos fue dada para consolarnos en los áridos campos de la libertad. También los salmos, que son culmen del arte del hombre hebreo, propenso a la exaltación, que siempre corre el albur del pecado y la imprudencia, nos palian. El séptimo salmo advierte así (Salmos 7: 11-13): “Mi escudo está en Dios,/ salvador de los que viven rectamente./ Dios es juez justo, tardo a la cólera,/ pero un Dios que castiga cada día”./ Si no se convierte el hombre,/ afila su espada,/ tensa y asesta su arco,/ le prepara armas mortales,/ tizones serán sus flechas”. Sinteticemos diciendo que las letras de Grecia se leen a solas y que las hebreas se leen para purificarnos o para soslayar los “sórdidos goces infernales”.

Olvidar que leemos para remediar una necesidad, para mejorar nuestra ánima, es cometer grave error exegético. La exégesis y la hermenéutica (“hermēneuō” y “exegomai”, o explicar, interpretar y explanar) nacieron en Grecia, cuna donde abundaban los oráculos y el temor al sueño. Iban al oráculo los medrosos cuando los años, con las malhadadas pinceladas que son las horas desdichadas, anunciaban desgracias, y también cuando la noche, de tan veloz y tan negra, trazaba pesadillas a los durmientes. Y ni Aristóteles, con su empirismo y sus afanes naturalistas, pudo escamotear los horrores connaturales a nuestra bárbara mente.

Leyendo a Aristóteles, sus “Tópicos”, aprendimos a distinguir cosas homónimas, sinónimas y parónimas, a impedir que los nombres, hechos símbolos, garzas, águilas y dioses, nos confundieran. También aprendimos a discernir especies, atributos de las especies, entelequias y sinsentidos, es decir, a separar la fe ciega, crédula, agorera, de la fe fundamentada en la virtud.

Dejó, luego de morir Aristóteles, de ser el mundo un libro cargado de símbolos caóticos, accidentales, y se volvió catálogo infinito para llenar libros sapienciales. En el libro de Nehemías (8: 8) se nos previene contra la charlatanería: “Y Esdras leyó en el libro de la Ley de Dios, aclarando e interpretando el sentido, para que comprendieran la lectura”. Y también San Juan nos distrae de la locuacidad profética (1: 18): “A Dios nadie le ha visto jamás: lo ha contado el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre”. Mas el rigor exegético se transformó es escolástica, filosofía donde poca libertad cabe.

Y he aquí que nació, para revivificar la Sagrada Escritura, el Humanismo, raíz del Renacimiento, amador de las letras griegas y de la naturaleza. El Humanismo, refiere Gadamer, formaba eruditos con gusto bueno, juicio agudo y sentido común no vulgar. Ejemplo de ello fue Marcilio Ficino, que quiso convertir ateos al reino de Dios usando la filosofía de Platón. No podía convencer al necio con las puras palabras de la Biblia, pues éstas hablan al espíritu y no a la carne. La doctrina de Platón, en cambio, habla al entendimiento, siempre enlazado a la intuición (Kant), a la mente, que según Ortega y Gasset es un hueco o “poro” por el cual de vez en cuando pasan grandes verdades del mundo de las ideas al mundo de la puericia.

La labor del historiador, apunta el filósofo de España, consiste en descifrar las causas por las que ciertas verdades bajan a la madre tierra en tal o cual época y lugar. Un sentido poema, como siempre, da color a las filosóficas tesis. Dice Unamuno: “Agranda la puerta, padre,/ porque no puedo pasar,/ la hiciste para los niños,/ yo he crecido, a mi pesar./ Si no me agrandas la puerta,/ achícame, por piedad;/ vuélveme a la edad aquella/ en que vivir es soñar”. Y si se quiere decir en menos palabras acúdase a los sonetos de Garcilaso, que en el IV dice: “tras fortuna suele haber bonanza”. Los niños ven desorden donde los sabios ven embozada armonía.

Judíos y cristianos han pugnado en guerra más atroz, afirma Martin Buber, que cualquier guerra mundial. ¿Servirá la filosofía de Grecia para conciliar titanes tan potentes? Los griegos poblaron la soledad con dioses, los cristianos con una noción infinita e indefinida carnal de la verdad y los judíos con el hombre mismo. Dos modos de fe, asegura Buber, hay, a saber: el basado en alguien, el judío, y el basado en una verdad, el cristiano. Fe, dice, es confianza. El judío, confiando, se relaciona con otras personas, y el cristiano, haciendo lo mismo, con una idea. El cristiano engendra un lenguaje con la verdad en la que cree y el judío, con el lenguaje bíblico, se forma o halla una verdad.

La diáspora judía fue huidiza y la cristiana misionera. Ésta lanza hacia lo invisible y aquélla hacia lo habitable. El mundo judío se teje lentamente y el cristiano es un abismo al que hay que saltar. Con todo, el “eidos”, la teoría del heleno, pervive en ambas religiones. La idea de la verdad absoluta, incondicionada, es la substancia de la fe cristiana, y la idea de la verdad comunitaria, histórica, es la materia de la judía. Sin estudiar las letras griegas, aristotélicas y platónicas, que bebieron en las fuentes de Homero, ciego que dio los ojos con que se estima toda letra, cualquier estudio bíblico pierde su horizonte y nos deja en el infinito, en la nada.

FUENTES DE CONSULTA:

ARISTÓTELES, Tratados de lógica, Editorial Gredos, Madrid, 1982.
BIBLIA DE JERUSALÉN, Desclée De Brouwer, 2009.
BUBER, Martin, Dos modos de fe, Caparrón Editores, Madrid, 1996.
COPLESTON, Frederick, Historia de la filosofía, vol. II, Editorial Ariel, Barcelona, 2011.
GADAMER, Hans-Georg, Verdad y Método, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2012.
HOMERO, La Ilíada, Club Internacional del Libro, Madrid, 1984.
MARTÍNEZ, José M, Hermenéutica bíblica, Editorial Clie, Barcelona, 1984.
ORTEGA Y GASSET, José, ¿Qué es la filosofía?, Porrúa, México, D.F., 2004.

Acerca de Edvard Zeind Palafox

Edvard Zeind Palafox   es Redactor Publicitario – Planner, Licenciado en Mercadotecnia y Publicidad (UNIMEX), con una Maestría en Mercadotecnia (con Mención Honorífica en UPAEP). Es Catedrático de tiempo completo, ha participado en congresos como expositor a nivel nacional.

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