Irene Nemirovsky, la escritora que murió en Auschwitz

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La lectura de “Suite francesa” de Irene Nemirovsky produce una extraña sensación. Recuerda a las imágenes del tsunami del sudeste asiático grabadas por algunos turistas segundos antes de que una ola gigante se los tragara. Uno ve esas imágenes y se pregunta por qué en vez de huir como alma que lleva el diablo se quedaban allí con sus cámaras dando testimonio de lo que veían.

Sólo son posibles dos respuestas: o no eran conscientes del verdadero peligro que estaban corriendo o la magnitud de lo que veían ejercía tal fascinación sobre ellos que no les importaba arriesgar la vida. Porque lo cierto es que la judía Irene Nemirovsky, que murió a los 39 años en el campo de concentración de Auschwitz pocos días después de estar escribiendo los últimos párrafos de esta grandiosa novela sobre la ocupación, tuvo varias oportunidades de dejar Europa e instalarse en Estados Unidos. En 1926 su padre trató de convencerla para que lo hiciera y en marzo de 1933 el psicoanalista Alfred Adler, tras asistir como invitado a una cena en la casa de Irene Nemirovsky, en la que pudo escuchar en qué términos hablaban dos intelectuales -Enmanuel Berl y Daniel Halevy- sobre la cuestión judía abrazó a la anfitriona a la salida y le rogó que abandonara Europa sin perder un momento. Después les escribió a ella y a su marido varias cartas instándoles a ir a Nueva York.

Ellos decidieron no hacerle caso: confiaban demasiado en las ideas humanistas que encarnaba Francia. Muchos años más tarde, la hija pequeña de Irene Nemirovsky, Elisabeth Gille, escribió un libro precioso -“Le mirador”- en el que recrea en primera persona la vida de su madre, asesinada cuando ella tenía cinco años. Son las memorias que Irene nunca escribió y están escritas con tanto amor y tanto respeto hacia su memoria, con un estilo que recrea la fina ironía de la que siempre hizo gala la autora de “Suite francesa” y están tan bien documentadas, que muchas de sus afirmaciones, como estas, podemos darlas por absolutamente válidas: “Mi llegada a Francia después de la Gran Guerra me había convencido de que allí no existía el antisemistismo. Nosotros los extranjeros nos habíamos hecho de aquel país una idea muy elevada: era la tierra de la Revolución, de la libertad, de los derechos humanos”.
Y un poco más adelante: “Nosotros, los laicos, que considerábamos el judaísmo una reliquia del pasado, pensábamos que, dejando a un lado a un puñado de extremistas, la Francia de las Luces a partir de ahora vería las cosas como nosotros. Jamás habríamos creído que pudiera traicionarnos”.


¿Era Irene Nemirovsky una ingenua? Basta con leer unas cuantas páginas de cualquiera de sus libros para darse cuenta de que no, de que era una observadora perspicaz de las conductas humanas y sus comentarios sorprenden muchas veces por su profundidad. Esto fue así desde sus primeras obras. Es conocida la anécdota de que su primer libro se lo mandó al editor Bernard Grasset bajo el nombre de su marido, Michel Epstein, y pidió que le enviara la respuesta a un apartado de correos. Irene estaba embarazada y tuvo que pasar los dos últimos meses de embarazo en la cama. Mientras tanto Grasset a quien le había encantado el libro trataba por todos los medios de ponerse en contacto con ella, incluso publicando anuncios en los periódicos.

Algunas semanas después del nacimiento de su hija, Irene pudo acercarse a las oficinas de correos y vio las cartas que se amontonaban para ella. En ese momento decidió ir al despacho del editor. Así describe su hija la escena: “Un hombre muy pálido con los cabellos pegados al cráneo, divididos por una raya, bigote en forma de cepillo, pañuelo blanco cayéndole del bolsillo de la chaqueta y boquilla en los labios, entró como una tromba y se quedó inmóvil y boquiabierto observándome con una sorpresa a la que ya comenzaba a acostumbrarme. Bernard Grasset esperaba encontrar un hombre maduro, tal vez un banquero retirado y, en cambio, tenía delante a una muchacha tímida y vestida como un adefesio cuyos ojos miopes lo miraban aterrados. Yo acababa de levantarme de la cama y todavía no había renovado mi vestuario, en el que a decir verdad no me interesaba demasiado desde que me había casado. El hombre tartamudeó algunos cumplidos, yo me ruboricé y los dos nos quedamos desarmados frente a frente. Después llamó a su lector, Henry Muller, que me contempló con la misma estupefacción que él. Toda la casa -el socio, M. Brun, los directores de las colecciones, el jefe de prensa, M.Poulailles- aterrizó en el despacho para ver el joven y exótico fenómeno en el momento de firmar el contrato”.

No, Irene Nemirovsky no tenía nada de ingenua. Tuvo, eso sí, la mala fortuna de vivir en uno de los periodos más convulsos de todo el convulso siglo XX, de haber vivido y sufrido muy de cerca las consecuencias de la revolución rusa y de las dos guerra mundiales. Finalmente fueron los nazis quienes terminaron con su vida pero veinte años antes se había salvado de milagro de morir a manos de los bolcheviques.

La vida de Irene Nemirovsky fue corta e intensa, una vida llena de glamour, de bailes y casinos, de champán helado y de caviar y llena también de violencia, de atentados, de olor a pólvora y de grandes manifestaciones de personas que deseaban doblemente su muerte, por burguesa y por judía. Y a pesar de todo, lo que sorprende es que en sus textos nos deje la sensación de ser una mujer alegre, vitalista, divertida, con un gran sentido del humor, una mujer a la que de verdad a uno le gustaría haber llegado a conocer. El mayor problema de Irene Nemirovsky fue que su forma de ser, su ironía, su sutileza, su gusto por los matices, la finura de sus análisis no se correspondían con la época que le tocó vivir, una época de claroscuros, en la que las demarcaciones se trazaban con brocha gorda. Ella, en sus libros, y esto da idea de su honestidad, atacaba sobre todo a los de su clase, a los judíos adinerados, a los banqueros que derrochaban su dinero en un lujo y una ostentación sin límites.

Los retratos más feroces son lo que hace de su madre, en “El baile”, por ejemplo. En algún momento debió de preguntarse si se había equivocado al actuar de esa manera. “A veces -escribe Elisabeth Gille suplantando la voz de Irene- tengo momentos de vértigo en los que me arrepiento de haber escrito este libro [se refiere a David Golder] y en que me pregunto si, al fustigar este medio que era el mío y que yo detestaba tanto, no facilité argumentos a los antisemitas, si no di muestras de una ligereza y una inconsciencia suicidas”. Algo de esta pregunta queda flotando en el aire también después de la lectura de “Suite francesa”. En la novela los alemanes aparecen como unos muchachos educados que se esfuerzan por llevarse bien con los habitantes del pueblo; unos jóvenes que, casi contra su voluntad, se ven obligados a ocupar ese país y pretenden molestar lo menos posible; quienes salen mal parados son los franceses.

En esto recuerda el punto de vista adoptado por la “Anónima” autora de “Una mujer en Berlín”, un libro en el que se denuncia los abusos y las violaciones cometidas por las tropas rusas en los pocos días que siguieron a la liberación de Berlín, pero mucho peor que de los soldados rusos, que aparecen descritos como una especie de animales perezosos, lascivos y borrachos, se habla de los civiles alemanes, de su cobardía y de su mezquindad.

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