La catarina que vivía dentro de un megalodón.

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Días atrás, tratando de intimar con unos alumnos acerca del animal con el que más se identifican; caí en la cuenta de que la afición popular, al menos entre los jóvenes de 13 años, se inclina por el género canino. No hubo sorpresas, son lindos, confiables y las más de las veces se antojan apapachar. Algunos refirieron su amor por los gatos, un par de ellos gritaron “los camellos”, un grupo de cuatro determinó que los bichos debían de prevalecer por encima de todo lo demás, no faltó un tigre y un león (pero el león albino, sino no) y una niña hizo una reflexión profunda acerca de la belleza de los búhos. Al final, cuando tocó mi turno de responder, no tardé en señalar que el Tiburón blanco me parece simplemente colosal; sin embargo, tuve que añadir que las catarinas se me antojan, sencillamente encantadoras.

“Qué chistoso, -comentó un alumno- son tan diferentes los tiburones blancos de las catarinas, no se vale, dinos con cuál te identificas más?”
Tuve que traicionar al bichito de color brillante y manchitas negras, para ser leal al animal que cautivó mi atención desde que Spielberg salpicó de sangre las pantallas, las butacas y mi imaginación aquel Domingo por la tarde en el cine Moliere. Por meses, tuve miedo de tomar la clase de natación en el Acuatic Squash club, y con vergüenza confieso que bañarme y sentarme mucho tiempo en el inodoro, también representaba un reto en aquellos días. Mi cabeza no dejaba de pensar en que, tal vez, el escualo de enormes dientes triangulares sobrevivió, y por el drenaje alcanzaría mis entonces pequeñas asentaderas; y por supuesto el jabón palmolive, que me obligaba a cerrar los ojos durante breves instantes mientras enjuagaba mi cara, evocaba las imágenes de Robert Shaw, ensangrentado y partido sobre el mítico Orca, por la mitad.

Sin duda alguna, a pesar del supuesto desatino y aparente sadismo de mis padres (y es que sólo tenía escasos 6 años de edad) ese día cambió mi vida, porque no hay un animal en este mundo que me apasione más. De tal suerte, mi afición transitó de la playera, el afiche y la atracción en los Estudios Universales; a los libros, la adquisición de un diente fósil y el deseo inconmensurable de arrojarles carnada desde la comodidad de una embarcación segura e infalible (sueño no cumplido al día de hoy).


Con el tiempo, y con los golpes de la vida, mi carácter se fue tornando cada día más fuerte, justo como la piel del gran blanco; y me convencí a mí misma de que mi temperamento debía ser tan robusto, vigoroso y autónomo como el del mismísimo animal. Y sin embargo, debo revelar que en ocasiones, me reconozco a mi misma como una pequeña, delicada y sutil catarina.

Y para todo aquel que se esté cuestionando: y esto, como qué tiene que ver conmigo?, ahí les va.

Sin lugar a dudas todos, en algún momento de la vida, hemos tenido que arroparnos de armaduras de hierro, atuendos de dignatarios, indumentaria del ejército y atavíos de superhéroes que nos dan seguridad, cuando la vida nos aturde y se confunde con la guerra. Todos hemos tenido que engrosar nuestra piel (como la de los escualos) para pelear lo que nos toca y lo que nos corresponde, lo que yo llamo “nuestra parcela de paraíso” y qué mejor que dejar salir al “gran blanco” que llevamos dentro, al “megalodón colosal” para hacer frente de las batallas que nos toca encarar. Decía Rosario Castellanos: “La hazaña, la verdadera hazaña, es convertirse en lo que se es”. Quizás, en cada uno de nosotros habita un imponente tiburón blanco que nos ayuda a hacerle frente a la vida; y en mi caso, además, resguarda entre sus dientes puntiagudos, y se contrata como guarura, de la maravillosa, pequeña y apacible catarina, a la que cual también, en mi parcela de paraíso, le alquilo un hogar.

Que este Nuevo Año Judío Dios nos apapache y nos consienta, que nos cuide y nos asista, que nos mire y nos reconozca, y que se sienta orgulloso y no se arrepienta nunca de habernos formado, con el material Divino del que nos creó.

Adela Faena Hop.

2015 – 5776.

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