Los grandes desafíos ponen a prueba los liderazgos, la destreza del capitán, su capacidad de mando y entereza para esquivar los escollos.

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Entramos el jueves al tercer mes de la tragedia de Iguala (aunque los muchachos apareci ran vivos la tragedia se ajusta a su definición académica: “conflictos de apariencia tal que mueven a compasión y espanto”) y hoy al tercer año del sexenio.

Ambas fechas fueron subrayadas en el calendario, la primera con una manifestación en el Zócalo y la segunda con el discurso del presidente Enrique Peña Nieto en Palacio Nacional. De la manifestación ya se ha dicho lo destacado y de comentarios al discurso están llenos los periódicos de antier, ayer y supongo que hoy. Era un discurso de esos tan esperados que suelen decepcionar. Se ajustó a lo que columnistas adivinos habían adelantado desde mucho antes. Nadie quedó contento.

Las palabras del Presidente Peña Nieto fueron adecuadas al motivo: el bimestre del secuestro en que murieron seis personas y fueron secuestradas otras, víctimas, según parece, de asesinato e incineración.


Escuchamos anuncios de medidas tendentes a impedir la repetición de fallas, omisiones, errores de criminales y funcionarios puestos ahí por cómplices quienes ahora le gritan asesino a Peña Nieto y lo quieren fuera del poder. En ese sentido el Presidente ordena medidas inmediatas que reparen daños, fortalezcan la seguridad ciudadana y castiguen a los responsables. Se acompañaron leyes contra corrupción y pro transparencia y acciones para revertir la marginación en estados como Guerrero, Chiapas y Tabasco; se crean tres zonas económicas especiales y estímulos fiscales para Acapulco.

Hasta ahí la reacción del Gobierno Federal. Pero hay una asignatura pendiente, conectada desde su raíz con el conflicto de Ayotzinapa. Una tarea que va más allá de las medidas policíacas, pesquisa, captura y castigo de culpables, más a fondo que las reformas a las leyes garantes de justicia a víctimas y victimarios. El primer día o sea hoy, de su tercer año de Gobierno, hubiera sido buena ocasión para que el Presidente emprendiera una reforma a la estructura económica de nuestra sociedad que concentra la riqueza en unas cuantas familias cada vez más opulentas y sumerge en la miseria a 56% de la población mexicana que vive por debajo del mínimo aceptado por organismos internacionales.

Los mexicanos jóvenes, cuyos agravios no se agotan en la tragedia de los 43 secuestrados en Iguala, exigen, con las herramientas de la técnica moderna, su lugar en la trasformación inaplazable de su patria. Debe hablárseles con la verdad en temas decisivos, por ejemplo: la abundancia mundial de petróleo y el derrumbe de su precio que coloca a México y su reforma energética en los zapatos de quien organiza un fiestón al que nadie asiste. Enfrentar la verdad puede cambiar la historia: “No tengo nada más que ofreceros que sangre, sudor y lágrimas”. Y abrirse a la autocrítica. A grandes males, grandes remedios.

Un visionario programa de justicia social basado en mejor repartición de los bienes producto del trabajo colectivo, aceptables condiciones de salud, casa, educación y oportunidades de vivir sin angustias económicas en un sistema que acorte la distancia cada vez mayor entre los pocos que tienen todo y el infinito número de muertos de hambre.

Las necesidades de los indigentes no puede atenderse con asistencia social, slogan de la Lotería, ni con la canasta fotogénica de madres de la caridad disfrazadas de empleadas oficiales, sino con medidas distributivas profundas que lleven a millones de mexicanos desesperados los elementos indispensables para disfrutar una vida digna, no como un gesto bondadoso del poder sino acto de justicia, base jurídica fundamental de convivencia, ciertos de que una economía sin equilibrio no puede sustentar una democracia recia, sino acentuar el descontento general.

Las decisiones políticas deben ser oportunas, tomarse y anunciarse a un tiempo que pasado las hace ineficaces. Sabia virtud de conocer el tiempo, advierte Renato en su soneto. Las voces de reprobación y censura aprovechan los silencios y se hacen escuchar cada vez más fuertes y numerosas. Empiezan a juntarse al coro de los enemigos tradicionales del Gobierno algunas que hasta hace poco callaban indiferentes, tolerantes o pacientes.

No hay recetas fáciles ante un conjunto de factores adversos tan abundantes y sorpresivos. Los grandes desafíos ponen a prueba los liderazgos, la destreza del capitán, su capacidad de mando y entereza para esquivar los escollos. Ahora o nunca, es el momento de encontrar las soluciones y ponerlas en práctica para enfrentar la borrasca y evitar mayores daños. Después de la tempestad viene la calma, pero antes deben evitarse torbellinos y arrecifes.

Y otros Ayotzinapas.

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