Mi nana Juana

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Me llamo Juana Hernández, dice la mujer. Mi madre le pregunta ¿Juana, te gustan los niños? Si señora, yo tengo dos niños, están con mi madre. Yo soy divorciada, añade. Mamá que es muy cándida le dice: ¡Pobre de ti! ¿te fue muy mal en tu matrimonio? ¡Ay, sí señora! Me tocó un mal marido.

Mi hermana mayor y yo la miramos, no tiene el aspecto que tienen otras nanas, Juana se viste más como una señora, está peinada con trenzas que coloca alrededor de la cabeza, se pinta los ojos y la boca, es muy agradable. Nos simpatizó, vino a reemplazar a la vieja Rosa, ella tenía un gesto austero y agrio.

No la queríamos, nos regañaba por todo. Mis hermanitos, eran todavía muy pequeños: 4 y 2 años, respectivamente. En apariencia, para ellos un cambio de nana no significaba mucho. Creo que para mi hermana pequeña sí, pues era la niña de los ojos de Rosa. Para mi hermana mayor y para mí es un alivio y un gran cambio, porque ya no soportábamos el mal carácter de Rosa. Cuando se enojaba debíamos rogarle que no se fuera, pues le hacía mucha falta a mi madre. En su último enojo, papá nos prohibió que le pidiéramos perdón y la vimos irse sin pena.


Juana, nos resultó una maravillosa novedad, cantaba todo el día, jugaba con nosotros, siempre se reía, nos consentía, la queríamos.

Nos contaba que el día de su salida iba a bailar al “Waikikí” (ella decía walkikí) y se tomaba cinco jaiboles. Preguntábamos que, qué es el “walkiki” y qué son jaiboles. Nos explicaba que lo primero es un cabaret y que los jaiboles, son whisky con soda. Pensábamos que tenía mucho mundo. Nos decía que tenía muchos pretendientes, siempre la escuchábamos boquiabiertas, era fascinante. Vivíamos divertidas con sus anécdotas, nos acicalaba y nos llevaba a Coyoacán, cuando no teníamos clases. El parque era muy bello, tenía resbaladillas y columpios, nos compraba nieve que allí era deliciosa. Alguna noche, mamá y Juana nos llevaban a una feria que había frente al Estadio. Mamá era como otra niña, nos subíamos a la rueda de la fortuna, ella disfrutaba mucho en la feria.

Un día mi hermana mayor que ya tenía quince años, estaba invitada a un baile. Mis padres la acompañaron, dijeron que solo la irían a dejar a la casa donde sería la fiesta, que era de una familia amiga y que volverían temprano.

Juana se quedó a cuidarnos, tan pronto como salieron ellos me dijo: Sarita, quiero un jaibol. Me negué rotundamente. No, no, Juanita y ¿si te emborrachas? No, no me emborracho –dijo – ya sabes que en el “walkiki” me tomo hasta cinco y ni cosquillas me hacen. Después de repetidos ruegos, accedí. Juanita se tomó cinco jaiboles y vaya que la emborracharon! En qué apuraciones me vi, yo, con mis once años, no sabía qué hacer:

Juanita se puso a llorar amargamente: ¡Ay Sarita, tú no sabes qué cruel es la vida! ¡Tan mal que le va a uno! – y así siguió en esa tónica. Tenía una terrible “borrachera llorona”. Le suplico que se acueste, que yo me encargo de los niños. ¡Y qué tal que llegaran mis papás en este momento!

Ya se han tardado, ojalá y los dueños de casa los detuvieran. Estaba aterrada, con eso de que era la “oveja negra”, menudo castigo me esperaba. Al fin, logré convencerla y se metió a la cama. ¡Qué alivio! Pero, entonces, le dio un hipo tremendo. ¿Qué hacer? Recordé que la gente con hipo se debía que acostar de lado. La acosté con muchos trabajos, de lado y efectivamente, se le quitó el hipo. En ese momento, oí ruidos en la puerta y corrí a la cama a cobijarme, cerré los ojos y parecía estar profundamente dormida.

Oí voces, era mi padre diciendo: Siquiera que vimos al mequetrefe de Miguel, si nos hubiésemos ido, estaría detrás de esta niña y queriendo bailar con ella toda la noche. Oigo protestar a mi hermana, quien dice que ese muchacho no le interesa para nada. Mamá afirma que sí, que le interesa, que se calle y se vaya a dormir.

Bendije a Miguel en mi fuero interno: me salvó, ¡si me hubiesen encontrado emborrachando a Juanita! No quería ni imaginarme la escena: el regaño hubiera sido horrible y tendría por lo menos 3 domingos castigada.

Por la mañana, me encontré a Juanita recargada en su escoba llora que te llora. Me asusté y le pregunté qué tenía. Me informó que tenía una cruda. A mamá le dijo que estaba muy enferma y que se iría a acostar. Le reproché que me hubiese engañado diciéndome que cinco jaiboles no le hacían efecto. Ella se disculpó diciendo que el whisky de mi papá era muy fuerte. Me pidió que más tarde cuando mamá saliera le llevase una salsa bien picante, tortillas y una cerveza para la cruda. Ese pedido me pareció muy desvergonzado, pero como la quería bien, se lo llevé a su cuarto.

¡Juana! Cuantas anécdotas y gratos recuerdos tuyos. ¡Tanto cómo reímos contigo! Tengo muy presente el día que se fue, ya nos dejaba, nos dijo que se iba a casar. No olvido como nos puso “guapos”, así nos decía cuando nos vestía con ropa elegante. Nos llevó al estudio de fotografía con la señora alemana. Quería fotografiarse con sus niños para tener un recuerdo. Yo no necesito su foto para recordarla. Muchos años más tarde, fue un día a visitarnos, me trajo un hermoso ramo de rosas. Ya estaba envejecida, pero con muy buen humor, como siempre. ¡Qué gusto me dio verla! No la volví a ver. ¿Qué sería de ella? Quien sabe si todavía viva.

Este sencillo escrito es un cariñoso reconocimiento a una persona que hizo tan grata una buena parte de mi ida niñez.

Acerca de Sara Hazán

Sara Hazán es una pintora, grabadora y escritora mexicana. Nació en Milan, Italia, Desde muy temprana edad, ha vivido en la ciudad de México, en donde ha estado casi toda su vida. También vivió en otros paises algunos años.Su pintura es figurativa, costumbrista y de brillante colorido.Tiene también aficiones de escritora, publicó un libro de cuentos que contiene algunas experiencias que ha presenciado o vivido a lo largo de su vida. Tiene varias obras en colecciones privadas, en Colombia, Costa Rica, EE.UU., Inglaterra e Israel.

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