Parece ser que es más fácil que un “camello pase por el ojo de una aguja, a que una crítica que se nos haga, entre en el reino de nuestra memoria”. Es casi imposible en el cerebro humano aceptar una crítica, sin darle una explicación o justificación. Todos los cerebros conllevan una enorme base de datos de eventos memorables que en el fondo se preguntan: ¿yo soy bueno? ¿soy noble? ¿soy valioso? Pero el concepto de lo que es uno mismo es maleable a nuestra conveniencia y la de nuestras circunstancias.
De todos los eventos que hemos vivido en nuestras vidas, nuestra memoria recuerda de manera editada los que más nos convienen para visualizarnos como nos queremos visualizar. De hecho, nuestros argumentos racionales son otro gran defensor de nuestro autoengaño para motivar esa parte del cerebro que es cobijado de vanidad. Es paradójico que nuestro razonamiento, la materia gris de la inteligencia, nos ayuda en ciertas circunstancias a alejarnos más de la realidad y de la verdad, que acercarnos a ellas.
Aún Hitler, Stalin, Pol Pot, o colectividades como los Hutus o los Nazis, se veían a sí mismos como seres con principios que justificaban las atrocidades cometidas, bajo el lema de lo correcto y lo virtuoso. De hecho, el arrepentimiento de algunos, es una auto-complacencia de reconocer que ahora sí viven en el bien, que son buenos. El problema es que nuestro cerebro no es confiable y se dedica a trabajar más como un extraordinario abogado personal que busca toda evidencia para eximirnos de la culpa, que como un jurado imparcial que busca la verdad.
Lo increíble es que ese abogado personal, además tiene la habilidad de buscar “testigos” que legitimizen nuestros casos -identificar libros y teorías que refuercen principios y valores, iglesias y gente que autoproclame nuestro propio idioma. En pocas palabras, nuestro cerebro no sólo está facultado para ser proclive a creernos superiores al promedio, sino que hemos sido “bendecidos” por algún orden divino, con atributos que nos hacen especiales. Lo increíble es que todos somos especiales. Ello además nos induce a estar rodeados y pasar más tiempo con gente que nos adule, nos acepte y realmente sienta que somos aquéllos que nos gustaría ver en nosotros mismos.
Por si esto fuera poco, nuestro cerebro nos hace creer que la forma tan especial de ser, nos hace invulnerables a las “estadísticas” que reflejan el “promedio” de las vulnerabilidades de “los otros en la vida.” Por ejemplo, nos vemos diferentes, a distinción de los demás: “sí vamos a tener un matrimonio feliz para toda la vida”; “el cigarro y el alcohol no nos van a perjudicar”; “el no utilizar preservativos en relaciones sexuales nos va a eximir ser contagiados de alguna enfermedad”; “nuestro partido político va a ser el probable vencedor”; “nuestro Dios y nuestra religión es la verdadera y nosotros somos los elegidos”, etc., etc., etc. En fin nuestro cerebro es un gran manipulador.
Todo esto nos lleva a dos moralejas: (1) no creas todo lo que piensas y (2) nunca confíes en tu cerebro. Sin embargo, no te enojes con tu cerebro por manipular tu cosmovisión de la vida. Hay gente que de hecho sí tiene una visión más acertada de su lugar en el mundo; gente “más balanceada” en sus percepciones. Por lo general, se les conoce como “pesimistas” y probablemente son más infelices. Nuestro cerebro auto-manipulador nos hace enfermarnos menos, sobrevivir a enfermedades de manera más fácil, vivir más años y sonreirle más a la vida.
Lo penoso, lo triste, es que nuestro cerebro nos lleva a echarle la responsabilidad (culpa) de la mayoría de nuestros errores al prójimo y/o las circunstancias y repetimos, por ende, los mismos errores y los patrones equívocos intermitentemente -a veces- de por vida.
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