Que las revoluciones pierdan su halo romántico es sólo cuestión de días. Los
ciudadanos se lanzan a las calles porque están hartos de todo, porque reclaman
un cambio, porque no soportan el alza de precios, el paro, la corrupción, la
falta de libertades y los problemas de la vida cotidiana. Ocupan las plazas y
desafían al poder sin un programa concreto, pero también sin importarles la
represión que puedan sufrir. Es el todo o nada, es un grito desesperado de
“¡Basta!”.
Después de dos semanas la revuelta en Egipto ha entrado en una nueva fase. Se ha
abierto una negociación con representantes de la oposición – entre ellos la
ilegalizada organización de los Hermanos Musulmanes – dirigida por el mismo
gobierno que las manifestaciones han querido tumbar. La transición parece haber
comenzado, pero se hace dentro del marco constitucional vigente que es
contestado por los miles de ciudadanos que desde el 25 de enero llenan la plaza
Tahrir con sus demandas.
En un primer momento ha habido varios acuerdos: la puesta en libertad de presos
políticos, la libertad de prensa o el fin de la ley de emergencia que estaba en
vigor durante 30 años. El inicio de la semana laboral con la apertura de bancos
y tiendas contribuye al cambio de ambiente y marca el retorno a una cierta
normalidad.
Las transiciones políticas ni son fáciles ni satisfacen a todos. Conviene
recordar que en Israel se lanzaron granadas al Parlamento cuando éste se
pronunció en favor de recibir indemnizaciones de Alemania, o que un primer
ministro electo fue asesinado por pensar diferente luego de una terrible campaña
de incitación y deslegitimación dirigida por varias personas que hoy ocupan los
principales puestos en el gobierno.
España, Portugal, Rusia, los países de la ex Unión Soviética o de la ex
Yugoslavia viven en democracia apenas 20 o 30 años, luego de sangrientas guerras
civiles.
En la difícil transición egipcia hay dos aspectos que determinarán el resultado.
En la oposición no hay un liderazgo claro, todo lo contrario. El argumento
principal que ha mantenido unida la protesta era y sigue siendo la voluntad de
echar a Mubarak, pero este deseo común es una expresión del hartazgo popular más
que un movimiento coordinado con dirigentes visibles.
Por su parte, el gobierno está dispuesto a negociar, pero no se arriesga a dar
un paso mayor hacia el cambio como podría ser la asunción a la presidencia del
flamante vicepresidente Omar Suleimán. Esta solución era bien vista por sectores
de la oposición y en medios diplomáticos. El también jefe de los servicios
secretos no dio ese paso y, por si hubiera alguna duda, un enorme cuadro de
Mubarak presidía la primera reunión con los grupos antagonistas.
En un proceso de transición la confianza entre las partes es un factor clave. En
estas primeras horas la oposición sigue desconfiando de un régimen que si bien
está dispuesto a hacer concesiones, no renuncia a dirigirlas y se muestra
dispuesto a mantener a Mubarak – de iure o de facto – hasta septiembre cuando se
realicen las elecciones previstas con anterioridad a la rebelión.
Las revoluciones de hoy nacen para ser televisadas, para mostrar al mundo la
indignación de quienes se rebelan, para darle al grito categoría de manifiesto.
Esto lo sabe muy bien el poder, que se esfuerza en vendar los ojos de los
periodistas y en silenciar la voz de los testigos. Y lo saben muy bien los
dictadores, quienes generalmente afirman que “es necesario que todo cambie” para
que todo siga igual. Es la trampa de siempre, el truco de la autoridad para
mantenerse.
Pero las revoluciones son como una flor que crece entre los cascotes de las
ruinas, una flor que quizá aplastarán los tanques, pero que renacerá con fuerza
en algún otro lugar para mantener viva la esperanza de la libertad, la esperanza
de que el poder absoluto, a pesar de todo, puede ser vencido algún día.
La transición en Egipto, y quizás en gran parte del mundo árabe, ha comenzado.
Lo que fue ya no subsistirá. Sólo resta por ver si será real, rápida y ordenada.
*Alberto Mazor es Director de www.argentina.co.il y www.semana.co.il .
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