Un redundante hastío

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Segunda vuelta de las municipales, este domingo en Francia. Cuatro de cada diez ni se dignaron acercarse a las urnas en la primera. Pocos en Europa son más enfermos de política que los franceses, sin embargo. Su desafecto actual define un fin de época. No en Francia sólo. El giro a la abstención marca un trastrueque político, del cual Francia –como tantas veces antes– no es sino el adelanto y quizá el arquetipo: una honda desgana hacia eso que fue un día liturgia de libertad y hoy es apenas percibido por el ciudadano como pérdida de tiempo. Inofensiva, tal vez; seguro, inútil. En el fondo –y casi ya en la superficie–, el ciudadano sabe que nada en su vida se verá modificado por la victoria de unos u otros. Y hasta habría que felicitarse de que así sea. Aquí, en España, bastó una ventolera de terror en 2004 para que un incapaz arruinase el país salvajemente. Pero ésos son demonios españoles. Difíciles de entender sin nuestra historia.

De siempre, los comicios locales se veían como estadísticamente muy diferenciados de los nacionales: la gente votaba a sus concejales y alcaldes en términos de inmediatez para los cuales las siglas de partido no lo eran todo. Por no decir que eran casi nada. Se votaba nombres y rostros. Y trasladar resultados al cálculo de las elecciones generales, en donde el despotismo de partido es absoluto, no llegaba ni a ejercicio retórico. Si eso se ha acabado. Y si las elecciones locales tienden a ser un calco aproximado de las generales, es porque ya ni los escalones ínfimos de la representación escapan al dictado de una partitocracia cada vez más regida por cúpulas cerradas que operan como Estados dentro del Estado. Esas cúpulas, en Francia, son envidiablemente competentes, como cuadra con su masivo origen en las grandes escuelas que forman al alto funcionariado: la ENA, sobre todo. Eso las diferencia de la indigencia cultural y laboral que es de uso entre sus homónimos españoles. Pero, en lo moral, su autismo de casta –aun de casta brillante– no degrada menos la relación con la sociedad sobre la cual se erige. También en Francia el ciudadano está harto de pagar esas innecesarias multitudes de políticos. La respuesta allí es apacible, desganada. Tal como corresponde a una ciudadanía adulta. Básicamente, consiste en quedarse calentito entre las sábanas la mañana del domingo. Y ni siquiera enojarse demasiado al decirse uno a sí mismo: que los vote su abuela. A la vista de los datos de la primera vuelta, parece que ya ni esa santa señora.

La doble vuelta, que rige el sistema electoral francés, reserva ciertas sorpresas. Es lo único entretenido de calcular en estos días. Un 10% de voto en la primera permite a un partido el pase a la segunda. Allá donde la cosa se restrinja a los convenidos progresistas y simétricos conservadores, todo seguirá el curso de las inercias calculables. ¿Qué va a pasar en aquellas circunscripciones en las cuales un tercer candidato, el FN de Marine Le Pen fundamentalmente, se ha colado en la segundo vuelta? Nuestras convenciones dirían que eso robaría voto a la “derecha clásica”. Sólo que las convenciones mienten. En este asunto, de un modo clamoroso. El Frente Nacional se ha venido nutriendo del electorado obrero, que fue antaño el de la izquierda. Y nadie en Francia se engaña acerca de eso. Ni tampoco acerca de algo de dimensiones mayores: las cercanas europeas. En donde circunscripción única y representación proporcional harán al FN partido mayoritario. Lo que nadie previó. Lo inevitable.


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