Discurso de Silvia Cherem durante presentacion de libro Sefra Dayme

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QUERIDOS AMIGOS:

Dice un proverbio que si uno quiere canoa grande, hay que aprender a remar con fuerza y vitalidad, para impulsarla adelante… Esta frase viene a colación porque eso es lo que hoy festejamos: tener una canoa muy grande en la vida institucional judía, gracias a los pioneros que inmigraron a México a principios del siglo XX –la mayoría sin un centavo en la bolsa y sin hablar una palabra de español–, y gracias a los hijos de los hijos, cuando menos cuatro generaciones, que hemos remado muy duro para ser, para brillar y pertenecer.


Si nos vieran aquí hoy nuestros abuelos o bisabuelos, aquellos que dejaron Siria, los Balcanes o Europa, para cobijarse en México, se sorprenderían al saber que aquella aventura brumosa que inició con un sueño y con un esperanzador boleto de barco, ha llegado a cien años de crecimiento y consolidación con una envidiable red de escuelas y sinagogas, y con más de un centenar de espacios religiosos, sociales, culturales y deportivos.

Celebramos hoy, aquí, el acontecer de un siglo y, entre muchos otros eventos, presentamos esta noche una magistral obra: Sefra Dayme, un libro que escarba en la tradición, halla raíces, dialoga con ellas, renueva la mesa y proyecta a futuro la continuidad de la vida comunitaria.

Quiero hoy hablar de tres temas. Uno: hacer historia para contextualizar el origen de la vida institucional judía en México. Dos: aludir al libro que hoy nos convoca. Y tres: reflexionar en torno a las transformaciones en el rol de la mujer, siempre centro y pivote de la vida familiar judía, y afortunadamente hoy, también, fuente de desarrollo en libertad.

Los tres sucesos: un siglo de vida comunitaria en México, la publicación de un ambicioso libro como es Sefra Dayme y la posibilidad de la mujer de crecer y sobresalir, parecían sueños inalcanzables.

En los tres casos se conjugaron cuando menos dos elementos torales: una alta dosis de ingenuidad –saber que no era imposible–, y la confianza necesaria para derrumbar murallas y alcanzar mundos.

Comencemos con la vida institucional. Según consta en la primera acta, escrita con bella caligrafía, judíos de variados orígenes –de apellidos tan disímiles como: Schutz, Grossman, Capón, Wolfowitz, Blis, Mazal, Weinstock, Nyssen, Granat, Rivas, Misraji, Miramón, Scherem, Fasha, Labaton, Bucahi, Saccal o Aleluf, entre otros– se reunieron el 18 de agosto de 1912 en el Templo Masónico ubicado en la calle de Donceles #14, con la urgencia de comprar un terreno adecuado que permitiera dar sepultura judía a los migrantes.

Eran tiempos aciagos. Algunos morían víctimas de enfermedades, otros acusados de ser espías o traidores por revolucionarios villistas, zapatistas o carrancistas. Aquellos pioneros discutieron cómo conseguir los fondos necesarios para comprar el panteón y, en esa misma reunión, hicieron una coperacha. Juntaron veinte pesos. Ése fue el inicio: una caja en común de apenas veinte pesos que implicó asumir un compromiso.

Dos semanas después, le pusieron nombre a su sociedad: Alianza Monte Sinaí, en honor al templo que el rabino Martín Zielonka, líder espiritual que varias veces había viajado a México, tenía en El Paso, Texas.

Para mayo de 1913, lograron su objetivo: compraron un terreno de 10 mil metros cuadrados en la calle de Tacuba, a un precio de 7500 pesos. Jacobo Granat, un galitzianer de Lemberg, dueño del Salón Rojo –el cine más grande de México– y cercano amigo de Francisco I. Madero, prestó para el enganche casi la mitad: 3600 pesos. Le prometieron que le pagarían a la brevedad, pero como sucedieron las cosas, fue tan difícil juntar recursos, tan frustrante lograr el compromiso de todos los judíos en México que, años después, ante el creciente déficit de la Alianza Monte Sinaí, Granat acabó por olvidar la deuda y, como gesto simbólico, le agradecieron su generosidad con un bastón.

Cuando los judíos en México se reunieron para poner la primera piedra de la barda del panteón, escucharon un elocuente discurso de Isaac Capón, quien pedía a sus correligionarios cuando menos un peso al mes para proyectar la comunidad a futuro. Dijo que la segunda obra sería la creación de un Centro de Beneficencia para ayudar a los enfermos o a los judíos sin recursos, luego un asilo, un hospital, una sinagoga… En ese orden, primero la ayuda al prójimo, luego el espacio de devoción.

Capón buscaba motivar a los inmigrantes desorientados, jóvenes que parecían incapaces de distinguir el itinerario de largo aliento de este visionario. Habló de unir los corazones, textualmente dijo: “para que decir israelita no evoque a un pobre beduino errante en el desierto, sino ser miembro de una corporación fuerte, saludable y vigorosa”.

Sin embargo, no logró cimbrarlos. Desesperados, los dirigentes acordaron emitir acciones de diez pesos para convertir en socios de la Alianza Monte Sinaí a quienes acudían a las distintas casas de rezo de la capital, sitios ubicados en las vecindades en las que vivían. Había una casa de rezo de los sefaradim, encabezada por Capón; otra de los europeos, ubicada en la calle Cinco de Mayo; la de la colonia árabe de Alepo, en la Onceava Calle del Estanco de Mujeres; y tres más de los judíos árabes de Damasco –una en la calle de Limón, otra en Santísima y una tercera en Manuel Doblado–, todas en el Centro.

Los judíos organizados en México, en medio de una revolución y en los albores de la Gran Guerra, dieron muestras de ser un envidiable ejemplo de solidaridad y apoyo incondicional: asistían a enfermos, intercedían con las autoridades para resolver problemas legales y liberar condenados, y apoyaban a los más necesitados.

Bajo el liderazgo de Capón y con el apoyo económico de Granat, hubo un legítimo interés de crear una hermandad en México que conjuntara a todos los judíos de variados orígenes. Sin embargo, como suele suceder, no tardaron en aflorar las diferencias culturales entre los distintos grupos y las luchas de poder que separaron a la comunidad. En 1924 se marcharon los ashkenazim; en 1929, los sefaradim; y en 1938, los alepinos. La Alianza Monte Sinaí concentró así, a partir de 1939, únicamente a los judíos damasqueños.

Hoy celebramos ese inicio monolítico que derivó en la multiplicidad comunitaria. Si bien en casi ningún lugar del mundo prevalece una división tan tajante como la existente entre los judíos de México –que puede ser lastre, si implica cerrazón–, ésta ha generado una sorprendente y variada red institucional que nos proyecta como comunidad modelo en el mundo.

A aquellos pioneros, que más de una vez estuvieron a punto de abortar la sociedad Monte Sinaí ante el déficit económico, mucho les debemos por haber apuntado su mira hacia el futuro infinito. Hoy son cien años… esperamos que nuestros descendientes festejen varios siglos más.

Hablemos del libro que hoy nos convoca.

La Alianza Monte Sinaí como comunidad damasquina festeja aquel origen con la publicación de un libro magistral: Sefra Dayme, una obra que enaltece la mesa damasquina y rescata los aromas del desierto, el origen y la cultura que trajeron como bagaje los inmigrantes del Sham. Es un libro que da fe y documenta la buena mesa, aquella que une a las familias en la cotidianeidad y en las fiestas judías. La mesa, espacio que sirve para recibir con generosidad en casa. La mesa a la que se vuelca la mujer para preservar los valores, dar fundamento a la familia y heredar tradición.

La historia de este libro se remonta a 1998, quizá a 1999, cuando cuatro amigas de infancia que se conocieron en “la Monte” –Millie Chattaj, Amelia Salame, Estrella Caín y Bahie Ambe– comenzaron a documentar recetas que compartían con el resto de la comunidad mediante un encarte enmicado coleccionable, que incluían bimestralmente en la revista Monte Sinaí.

Aunque no tenían estudios, porque se casaron a los 17 años, terminada sólo la secundaria, descollaron con lo que bien sabían hacer: cocinar. Sin darse cuenta cómo, ese rincón público de la cocina –para el que investigaban, escribían y fotografiaban platillos– comenzó a ser su ámbito de lucimiento, su foro para destacar.

Las mujeres de la comunidad esperaban ansiosas sus recetas y las coleccionaban. La gente las retroalimentaba con aplausos y loas, otros con críticas: si le pusieron mucho limón o poco tamarindo, si debían o no añadirle chile al lahmayin porque implicaba mexicanizarse, si el fethe –caldo de garbanzo caliente que comían los pobres en Damasco– se comía con bolillo o con tradicional pan árabe. Comenzaron a hacerse fama legando el bagaje que aprendieron de sus madres, pasando la estafeta a la siguiente generación.

Para 2006, tenían ya en mente hacer un libro que compilara su trabajo de años, quizá un recetario engargolado. Resultó incosteable: cuando menos 300 pesos por ejemplar. ¿De dónde iban a sacar tanto dinero? Por una edición de dos mil ejemplares habría que pagar ¡600 mil pesos! Se lo propusieron a la Mesa Directiva de entonces, mayoritariamente de hombres que manifestaron una franca negativa.

Estrella viajó a Miami. En Barnes and Noble vio el libro Aromas of Aleppo. “¿Por qué nosotras no podemos hacer un libro como éste? –se preguntó–. La comunidad lo merece”. En su oficina –el Cielito Lindo, de Duraznos– donde los meseros les ayudaban con la computadora, las motivaban a seguir y se despedían de ellas con un cálido “Alamak”, barajaron la alternativa de hacer un proyecto más ambicioso. Comenzaron a ver libros de cocina, a discutir posibilidades. En el libro de Las Mañanitas descubrieron el nombre de un fotógrafo: Ignacio Urquiza. Fue el inicio.

“¿Será el hijo del Dr. Ignacio Urquiza?”, se preguntaron. El pediatra Ignacio Urquiza, ya fallecido, había sido médico cuando fueron niñas. Dispuestas a llegar hasta con el Presidente de la República, buscaron en Internet, porque para entonces ya eran duchas en el recurso, y concertaron una cita.

El 28 de abril de 2010 frente al equipo de expertos, reconocidos entre otras cosas por sus bellísimos libros de cocina premiados a nivel internacional, se fueron de espaldas: entendieron que hacer un libro con un equipo profesional no era poner recetas, tomar fotos, imprimir y empastar, sino un embarazoso parto de poco más de nueve meses de trabajo intensivo con un costo de cuando menos 200 mil dólares.

Habían llegado con los mejores: el fotógrafo Ignacio Urquiza, inquieto y talentoso, con más de treinta años de experiencia; la diseñadora Adriana Sánchez Mejorada, profesional aguda, sensible y creativa que emprendería la dirección del libro; y Becky Treves, destacada ecónoma que maquillaría los alimentos para ser fotografiados.

Sin un quinto de presupuesto creyeron que quizá su libro sería un sueño para otra vida… Hasta que se toparon con Lina Kably, quien coordinaba los festejos del centenario de la Alianza Monte Sinaí. Lina –una hada madrina perspicaz y tenaz– cuando pone el ojo en la mira, alcanza.

Ella entendió la trascendencia de un libro como Sefra Dayme para conmemorar cien años de vida comunitaria en México y no titubeó. Reconoció que la mesa es espacio de unión familiar, esperanza y fortaleza, arraigo e identidad. Convocó a las cuatro mosqueteras, como entre ellas se llamaban, creyendo ingenuamente que se metería en un lío de 200 mil pesos.

Supo en aquella cita que el costo sería cuando menos diez veces más de lo que pensó, pero entrona como es, no se amilanó. Creó una estrategia para pedir donativos. Con tres llamadas juntó la cuarta parte del capital necesario. Luego, se les ocurrió vender las más de 150 recetas a 10 mil pesos cada una, y así conjuntó un vasto grupo de patrocinadores. Más adelante, inventaron páginas más costosas: Shabat, Rosh Hashaná y Pésaj… Como se las arrebataron en un santiamén, inventaron más: Diefe, Kipes, Sucot, Pésaj, Shavuot.

Con el capital en la bolsa, Lina las acompañó con los editores quienes, en un primer momento, habían creído que el libro jamás llegaría a concretarse. Aceptaron sin regateos las condiciones y con confianza mutua asumieron el reto. Cada quien dio lo mejor de sí mismo para hacer de este libro un escalón trascendental en sus carreras.

Amelia, Estrella, Millie y Bahie, con ayuda de las mujeres mayores de la comunidad, perfeccionaron las recetas árabes tradicionales. Hicieron una acuciosa selección de menús, inclusive aceptando la influencia de lo mexicano: el chile ancho para el kipe basha, la salsa arriera para el jamod con chícharos, el guacamole y los chiles serranos para el kipe neye. Descifraron códigos: no son cachoflas ni choki las alcachofas, la gelatina no es jalatina, y estuvieron a punto de llamarle bedat, en lugar de bed a los huevos. ¡Imagínense qué calibre de errata!

Deseosas de cuidar hasta la última minucia, cuantificaron los puñitos y las pizcas, probaron una y mil veces los platillos, y se deslumbraron en las sesiones fotográficas participando en cada paso de su libro.

Entre ellas hubo grandes pleitos, por supuesto. Algunos casi a muerte. Discutieron si tapar los encurtidos dos o cinco horas. Si el arroz con jamod debía o no llevar garbanzo. Si las bolitas de matzá llevan 16 cucharadas de grasa de pollo o simplemente un chorrito de aceite, y estuvieron a punto de quitarlas por no poderse poner de acuerdo. Si poner en capas o de un jalón el macarrón con pollo. O si el caldo del maude incluye o no rodilla. Amelia tuvo que amenazarlas: sin rodilla, su suegra fallecida podría regresar a jalarlas de las patas. ¡Hasta en la imprenta seguían peleando!

El nombre del libro, tan atinado –Sefra Dayme, que tu mesa siempre tenga abundancia, el buen provecho con el que terminamos las comidas–, también fue motivo de búsqueda. Barajaron: Sazonando tradiciones, Cocina Shami, Cocinando con tradición, Sajten, que ya lo habían usado las libaneses, hasta que llegaron casi en la meta al nombre indicado. Sefra Dayme: Mesa de alegría, mesa de tradición, mesa de abundancia y unión. Mesa llena.

A punto de firmar los plotters para entrar a máquinas, Amelia y Millie le lloraron a Marco Hop, el impresor, para que les permitiera cambiar una nueva errata. Cuando digo llorar, fue llorar a cántaros, estaba mal un tiempo de cocción. No se permitirían tener un libro que no estuviera perfecto. Y se nota, Sefra Dayme es impecable.

Para Nacho Urquiza este libro es un regalo en su trayectoria, un regalo de su padre pediatra, una señal de aquel héroe a quien tanto extraña. Fue su papá quien le enseñó a viajar con la cámara y el estómago, quien lo impulsó a recorrer caminos y tierras lejanas a través del lente y la gastronomía. Fue él, también, con su práctica médica, con su profesionalismo y su amoroso trato, el nexo de unión con este equipo de mujeres judías damasqueñas que, quizá, fueron sus primeras pacientes a mediados de la década de 1950.

Hoy, acabado el proyecto, Nacho ama los colores áridos y las texturas del desierto de los platillos árabes: “la comida que más me gusta en el mundo”, dice. Siente enorme cariño y admiración por las impecables autoras, autodidactas y entregadas; y, gracias a ellas, es él capaz de cocinar tabule y lajme bil sajen. Además, compra hongos en El Tope y a menudo se le antoja un delicioso falafel, un kipe crudo con pita y compartir una comida de viernes.

La diseñadora Adriana Sánchez Mejorada –que hoy entiende porque Estrella no come chocolates después de comer carne y sabe que la palabra Dios escrita con un guión, sustituyendo a alguna de las vocales, no es una errata– está involucrada sentimentalmente para siempre con el judaísmo, con la comunidad y en particular con su nuevo grupo de amigas. Incita a su familia a comer mjedra y hojas de parra, desayuna huevos con jocoque y disfruta gozosa el antojo de un buen kipe. Este libro, inscrito ya para concursar el año venidero en París en los Premios Gourmand y con amplias posibilidades de ganar, es un hito en su exitosa carrera. Descubrió ella el dorado como color, el zatar como sabor, el aroma de la hospitalidad y la dulzura de la miel aromática que invita a la mesa.

A Becky Treves, la maquillista de alimentos, quien con buen gusto preparó los platillos para obtener un buen registro fotográfico, Sefra Dayme le permitió acercarse a su familia, rescatar su pasado. Gracias a Becky, y también a Shouly y a Pepe Amiga que colaboraron para embellecer algunas imágenes, los platillos fotografiados por Urquiza provocan que se haga agua la boca.

Para Nacho, Adriana y Becky, para las autoras: Millie, Amelia, Estrella y Bahie, para la Comunidad Monte Sinaí y para la comunidad judía en su totalidad, Sefra Dayme es un parteaguas. Es el alma escrita de nuestra identidad. Es además la muestra fehaciente de que cuando se labora en equipo y se sueña con un proyecto en grande, no hay imposibles.

Un último apunte en torno a la mujer. Este libro es un tributo a aquellas mujeres sacrificadas que, a principios del siglo XX, cruzaron el ancho mar rumbo a México, dejando su mundo atrás. Muchas de ellas se casaron a los 13 ó 14 años y tuvieron una decena de hijos. Pudieron enamorarse de los volcanes de México, pero en su mayoría nunca supieron lo que es el amor. Fue “el destino”, es decir la familia y la casamentera, quien decidió por ellas. Sumisas, convirtieron al esposo en tutor y su felicidad dependió del hombre que les tocó. No pudieron estudiar ni desarrollarse. Pasaron sus días a la espera de otros –del marido, de los hijos, de los nietos– recibiendo en casa a un batallón de invitados cada Shabat, Rosh Hashaná, Pésaj y demás festividades. Su cuarto propio fue la cocina y, desde ese espacio, nos heredaron el gusto por las exóticas y aromáticas especies, y el gusto por el buen comer.

Sefra Dayme es un homenaje también a sus hijas y a sus nietas, especialmente a la generación de las autoras, aparentemente más modernas que, sin carencias económicas, pudieron vivir con más lujo y decidir cuántos hijos querían. Mujeres que estudiaron clases sueltas y se volcaron al trabajo comunitario para ayudar a los necesitados. Mujeres con un pie en Siria y otro en México, porque titubearon si debían o no impulsar el desarrollo de sus hijas. Mujeres que reprodujeron cabalmente los patrones heredados, por temor a romper el cascarón. Mujeres que se casaron saliendo de la adolescencia. Y, después de las bodas de sus hijos, creyeron que su vida iba en descenso, que habían terminado con los proyectos sustanciales.

Mujeres como Amelia Salame, Millie Chattaj, Estrella Caín y Bahie Ambe, a quienes hoy, en su sexta década de vida, se les ve radiantes y completas porque, al fin, encontraron la libertad al ser productivas, al enamorarse con pasión de un proyecto propio que alcanzaron a cabalidad. Me lo dijeron claro: “este libro es lo más glorioso que hemos hecho”, y ya hasta se atreven a salir de casa antes que sus maridos, y a decir, por vez primera, “hoy no puedo, estoy ocupada”.

Sefra Dayme es el logro personal de sus vidas: las impulsó a aprender computación e historia, a ganar autoconfianza, a saber que sí se puede romper para crecer.

Sefra Dayme les permitió saber que la libertad es una conquista y que, quizá, será un peldaño de muchos que vendrán. Curioso es que por la herencia atávica de la que ya casi se desprenden, ni siquiera se animaron a figurar como lo que son: Autoras. Loable es también decir que donarán todo lo que se gane del libro para la Beneficencia Monte Sinaí.

Con gratitud, por la deferencia de estar hoy aquí hablándoles a ustedes, festejo este triunfo femenino: una enseñanza para nuestras hijas y nietas. Deben las jóvenes saber que, al abrir las alas, las mujeres podemos nutrir de pasión la vida personal y la familiar, sin jamás olvidar que el éxito sólo se alcanza en equilibrio: cuidando por sobre de todo la casa, la pareja, la mesa y los hijos. La mesa que es centro y pilar. Es tributo al lugar de donde vinimos. La mesa, visión de futuro.

Sefra Dayme, escrito por abuelas judías que materializan sus sueños, navegan por Internet y saben tuitear, será, sin duda, para todas nosotras, una herramienta indispensable para ser hijas de nuestro tiempo: para recibir en casa con hospitalidad y, también, para volar muy alto y en libertad.

¡Enhorabuena!

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Acerca de Silvia Cherem

Es Premio Nacional de Periodismo 2005 en la categoría de Crónica, por la serie “Yo sobreviví al tsunami”, y tres veces semifinalista del Premio Nuevo Periodismo de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, presidida por Gabriel García Márquez. Publica crónicas seriadas, entrevistas de largo aliento y reportajes especiales de temáticas nacionales e internacionales de índole cultural, política, científica y social, especialmente en los periódicos del Grupo Reforma. Es autora de: Entre la historia y la memoria (Conaculta, 2000), Trazos y revelaciones. Entrevistas a diez pintores mexicanos (FCE, 2004), Una vida por la palabra. Entrevista a Sergio Ramírez (FCE, 2004), Examen final. La educación en México 2000?2006 (Crefal, 2006), Al grano. Vida y visión de los fundadores de Bimbo (Khálida Editores 2008) y Por la izquierda. Medio siglo de historias en el periodismo mexicano contadas por Granados Chapa (Khálida Editores, 2010). Su entrevista a Octavio Paz titulada “Soy otro, soy muchos”, forma parte del Tomo 15 de las Obras completas del Nobel de Literatura.

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