Presentación del libro Los Viajes del último Benjamín de Tudela, de Yehuda Amijai.

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Es de noche y hace frío, Amijai se busca en los retazos de la historia, en el cuerpo amado, en los ritos esenciales de su pueblo. Dios, su Dios, al parecer lo ha abandonado, o es él quién se pregunta ¿cómo es que conviven en su patria la esperanza de engendrar la tierra prometida y la destrucción causada por la guerra?, cómo es que en los bosques de su niñez se pierde de pronto la inocencia. En este surco de paradojas la fe se ve minada, y explota como explotan las granadas, los misiles, la esperanza.

No sin cierta tristeza, recorrí los viajes, de Amijai, el último Benjamín de Tudela, que escala los rumbos de una realidad incomprensible. Porque pareciera que el mundo se desmorona paso a paso, que la utopía de un pueblo

cae siempre de la cima para encontrar una realidad golpeada por bombas, lluvia de fuego sobre el suelo de leche y miel.


Como muchos poetas, Amijai busca la eternidad, misma que sólo obtenida en el instante del amor. La muerte asecha, como un tigre hambriento, y no hay más que vivir el ritmo de una vida que palpita entre la pregunta y la ironía de un presente que amalgama las sinagogas de Jerusalén con el balbuceo apocalíptico de los hombres que la habitan.

Mezuzot llenos de pólvora, rezos que se convierten en lamentos prolongados, el sonido del shofar se mezcla con el eco de las batallas.

En la poesía de Amijai conviven lo sagrado y lo profano, la crudeza de la carne con el anhelo del espíritu; en este horizonte caótico donde toda la fuerza de la luz y de la oscuridad se funden, el poeta encuentra un espacio desde donde denunciar la muerte, y alabar el ritmo de la vida en su latido incansable.

Con dedos de dinamita escribe, con veladoras explosivas ilumina la ruta de su pueblo, con ametralladoras colgadas de las tiras de las filacterias espera al shabat y gime “por favor no es necesario lanzar gas lacrimógeno, ya estoy llorando. No es necesario dispersarme. Yo soy disperso.”

El crujido de los huesos es el sonido de la historia, dice, y con esa imagen muestra el dolor de una historia que fracasa mientras se construye, la grieta en el alma del hombre que no alcanza a redimirse, la protesta de un Job interminable que interpela a Dios en medio del despojo y la miseria.

Acaso la poesía de Amijai, desafiante y transgresora, no sea más que una larga plegaria de tonos claroscuros a través de la cual se eleva una protesta y un pedido antiguo: paz que nulifique el sufrimiento humano, paz que le permita al hombre retornar al paraíso, a ese encuentro cara a cara con el Creador donde sólo la luz inunde los días.

En algunos de sus poemas, Amijai parece ser el eco de las voces bíblicas:

Todo desciende a la terrible igualdad, nos dice, el hombre bueno y el hombre malo, flor y nube, pastor y oveja, todos, todos gobernantes y gobernados descienden a la igualdad. El mensaje del rey Salomón resuena ineludible y lejos de sumirnos en un negro pesimismo, recoloca al hombre en un estado de humildad imprescindible para que su convivencia con el mundo retorne al plan original: justicia de la igualdad avivada por la conciencia de la dimensión del hombre frente al universo, frente al otro: frente a la flor, frente a la oveja, frente a la nube, frente al hombre mismo.

En la poesía de Amijai, Dios y el hombre se encuentran y se desencuentran, miradas furtivas entre los cuerpos, a través de las alambradas de púas que son la memoria. Cito: En Yom Kipur corriste con tus zapatos deportivos y En Santo, Santo, Santo saltaste alto, más alto que nadie, casi hasta los ángeles del techo.” Entre la tierra y el cielo, Amijai abre una interrogante que es la fisura por donde mira el presente ¿cómo integrar la idea de D-os, con la realidad de la muerte, cómo fundir el mundo de la fe con el mundo de la desilusión?

Entre líneas, el poeta nos deja ver el reto del pueblo judío: vivir en esta realidad difusa con la mirada puesta en lo Alto.

Yehudá Amijai enarbola la voz de un pueblo, un pueblo que ya en su tierra, y colmado por la realidad de la guerra concibe la poesía como el espacio de la lucha y la denuncia.

“Mi hijo es un huérfano de la guerra, de tres guerras en las que no fui muerto y en las que aún el no nacía, pero es un huérfano de todas las guerras.” La orfandad aparece aquí como un estado en el que no es necesario haber perdido al padre, porque peor aún se pierde la inocencia, porque nacer en un país transido por esta realidad es nacer huérfano de la paz, es saber desde muy temprano la historia de la muerte, es crecer en una sociedad cuyo anhelo mesiánico se hunde en los surcos de la desesperanza.

Sin embargo, en el apellido mismo de Amijai, está el desenlace de esta historia: Ami, jai, mi pueblo vive, mi pueblo es una promesa que

habrá de cumplirse, más allá en la tierra ancestral donde se besan un pueblo con su Dios, reconciliados sobre el manto de una paz eterna.

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