Varias veces sentía que el querer mucho al otro miembro de mi familia era el equivalente a la traición del bando contrario. Si bien era cierto que cada uno exigía la entrega absoluta, nunca serias uno de ellos.
Es cuando surge, el incómodo sentimiento de ser diferente y siendo una niña, por primera vez entendí que no formaba parte de ninguno.
Esa utópica postura de la integración cultural era un mito.
La historia se repite, los recuerdos tan vividos de mi abuela materna, fue la primera vez que en verdad ame. Ella me aceptaba como yo era. Su piel apiñonada tocaba con dulzura la mía y el matiz de nuestros colores se fundía en la esperanza. Ella, me protegía de mis enemigos o de los sentimientos desagradables que a mi corta edad la diferencia de culturas me avasallaba, pero con una sonrisa y un beso todo lo que me hería se esfumaba.
Los cortos momentos que pase con ella, me alumbraron para buscar la escénica del amar y ser amada.
Por desgracia murió pocos días antes de mi séptimo aniversario, después de una denodada lucha contra una terrible enfermedad.
Después de su partida, sentí el gran dolor que deja una ausencia eterna.
Desde ese momento surge la terrible sensación de incertidumbre, en cualquier momento uno puede perder todo lo que uno más quiere: la salud, el amor o la vida.
El amargo sabor de la muerte entumeció mi corazón.
No la pude salvar, ni darle todos los besos o los te quiero no dichos.
Mi niñez terminó aquella noche y con ella la seguridad de un cálido abrazo.
Flor de Naranjo, aroma que envuelve a mi pasado. Es un refrescante tónico en esta calurosa noche de abril. Mi memoria lenta no puede atrapar a todo aquello y los dulzones recuerdos que transpiran lentamente por mi ser parecen desvanecerse al detenerlos entre mis manos.
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