El miércoles anduvo por Los Ángeles Arturo Sarukhan. Al ex embajador de México en Estados Unidos no le han faltado detractores a lo largo de los años. Que si tiene un carácter difícil, que si esto, que si aquello. A mí Sarukhan me cae muy bien pero, a final de cuentas, como personaje público me tiene absolutamente sin cuidado su personalidad. Lo que siempre me ha parecido destacable es que es un hombre de proyectos y acciones. No sólo eso: cualquiera que conozca el último par de décadas de la relación bilateral sabe que hay muy, pero muy poca gente que sepa lo que Sarukhan sobre Estados Unidos. Lo he dicho antes y no tengo empacho en repetirlo: él, y nadie más, debió haber sido el canciller del gobierno de Enrique Peña Nieto.
Ahora, Sarukhan está, por primera vez en muchos años, fuera del servicio público. Pero eso no implica que haya dejado de pensar en la relación bilateral. En lo más mínimo. Ahora, de hecho, trae entre manos un proyecto muy singular: la peregrina idea de promover seriamente aquí y allá la posibilidad de que México y Estados Unidos se postulen para organizar el mundial de fútbol del 2026. Para eso vino a la Universidad del Sur de California, donde reunió un panel que incluyó a la notable académica Pamela Starr y a Michael Govan, director del LACMA de Los Ángeles, para muchos el museo de arte más innovador de todo este país y donde, por cierto, se han organizado varias grandes exposiciones sobre México en los últimos años. Sarukhan decidió invitarme también, cosa que agradezco porque realmente me divertí.
El proyecto de Sarukhan podría sonar utópico. Es, en el mejor de los casos, improbable. Pero no por eso deja de ser provocador y, sí, deseable.
En la reunión se habló de varios temas con auténtica seriedad: infraestructura, retos de seguridad, sensibilidades culturales y un considerable etcétera. Como se trataba de soltar idea, yo propuse que el hipotético mundial se organice básicamente entre el suroeste estadounidense y el norte de México, en esa franja fronteriza extendida que es, en muchos sentidos, un país en sí mismo. Alcancé a contar 12 ciudades cerca de la frontera que hoy tienen equipos formales ya sea en México o en la liga estadounidense. Alguien más habló del tamaño del mercado potencial que podría generarse y del empuje de las empresas mexicanas y estadounidenses potencialmente interesadas. Las cantidades son verdaderamente estratosféricas: Qatar y su imperio petrolero se quedaría cortos frente al poder de convencimiento en dólares y pesos (un lenguaje que le gusta a la FIFA) que pondrían mexicanos y estadounidenses sobre la mesa. Alguien más explicó que un mundial compartido sería el pretexto perfecto para mejorar muchos aspectos de la relación, desde los cruces fronterizos hasta asuntos de visado y muchas cosas más.
Hablamos también de narrativa a ambos lados de la frontera: el hecho de que conviene, sin duda, pelear contra la percepción de que México es básicamente un país en guerra y Estados Unidos es, también básicamente, una fortaleza celosa traumada por un evento catastrófico ocurrido hace ya 13 años. Después de todo, no es casualidad que Estados Unidos no haya organizado ningún evento internacional de esta magnitud desde aquel 2001. Para ambos países, pues, una organización conjunta podría ser la celebración de un parteaguas. ¿Qué mejor mensaje de una nueva etapa que la cooperación en la puesta en escena de la más grande y ambiciosa fiesta deportiva del mundo?
¿Le suena, querido lector?
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