Mi vida y mi tiempo con Friedrich Katz

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Soy uno de los muy pocos mexicanos que ha tenido la suerte de estudiar un posgrado en el extranjero; además, tuve la fortuna adicional de hacerlo con Friedrich Katz. Es por ello –y nada más por ello, pues no tengo ninguna duda y tampoco ninguna pretensión– que los editores de Istor me pidieron que escribiera algo dedicado a la memoria de mi maestro. Acepté el encargo con gusto, pero creo que debo ser honesto con los lectores de esta revista que, en esta ocasión, vuelven a ser los míos: no puedo ser imparcial sobre mi propia experiencia al lado de Katz y, por lo mismo, no he escrito –ni pienso escribir ahora– sobre su obra. Este pequeño relato es, más bien, sobre mis vivencias con él, que fue mi maestro, mi colega y luego mi amigo.

Hace un poco más de 15 años, Laura y yo tuvimos la osadía de ir a la Universidad de Chicago a ver a Friedrich; ni lo conocíamos ni íbamos recomendados por alguien. Simplemente seguimos el consejo de un compañero y buen amigo quien, en ese momento, estudiaba Ciencia Política allá, y que nos aseguró que Katz –como simplemente le decíamos todos sus alumnos– nos recibiría. Aprovechamos la ocasión de un viaje de trabajo y nos apersonamos afuera de su oficina. Con la sencillez que siempre lo caracterizó, nos recibió y platicó conmigo alrededor de media hora sobre mi deseo de estudiar con él. Laura estaba embarazada de Santiago, nuestro primer hijo. No lo niego: Friedrich fue muy duro y se mostró muy escéptico de que Chicago fuera el lugar apropiado para nosotros; al final, sin embargo, pesó más su cariño hacia el país que lo había recibido en asilo cuando niño, y me dijo todo lo que tenía que hacer para que me aceptaran en el programa de doctorado en Historia de América Latina. Así dio inicio nuestra relación con él.

Meses después, viajé a Chicago para empezar el doctorado con el privilegio de que el Conacyt me otorgara una beca para estudiarlo. Laura y Santiago, apenas en brazos, me alcanzarían un mes después. Cargando más con ilusiones que con el equipaje necesario para los cinco inviernos que pasaríamos allá, tuvimos la oportunidad de conocer a muchas personas extraordinarias: compañeros algunos de ellos, amigos otros y los que fueron también mis profesores, me enseñaron más de la vida que de historia. Chicago tiene eso: es un lugar extraordinario. Esos años para mí estuvieron marcados por la fortuna de trabajar con François Furet, con Luis Castro Leiva, con William Sewell, con Claudio Lomnitz y con Tamar Herzog, además de compartir la experiencia de ser padre con Laura. Pero esos años, también, estuvieron marcados por la tragedia: François Furet y Luis Castro murieron cuando yo trabajaba con ellos, aunque tampoco me dejaron dudas de que yo había ido a Chicago más por una experiencia de vida que a aprender historia.


“Lo que le enseñemos aquí –me dijo una vez Friedrich, quien siempre nos hablaba de usted cuando lo hacía en español– pasará de moda, o será revisado por ustedes más jóvenes. La historia está en las bibliotecas y en los archivos. Nunca olvide eso; y la vida está allá afuera”.

Estudiar un doctorado en el extranjero implica muchos retos, más aún cuando uno empieza casi recién casado y con un hijo que todavía no puede ni detener su cabeza por sí solo: se vive con los muy limitados recursos que da una beca y hay que acoplarse a costumbres diferentes, un clima –en el caso de Chicago– que resulta brutal para quienes no han experimentado las temperaturas muy por debajo de cero y, sobre todo en nuestro caso, la lejanía de una familia que siempre nos acogió cuando empezamos nuestra vida de pareja y que nos hizo mucha falta cuando empezó la experiencia de padres. Quizá por eso recuerdo con mucho más cariño las ocasiones en que Friedrich nos mostró su calidad humana, siempre por encima de su estatura como historiador.

La primera vez que lo fui a ver para discutir mi trabajo fue un par de semanas después de empezar mi primer trimestre en la Universidad; soplaban los primeros vientos de un otoño que anunciaban un invierno bastante prematuro y frío. Rayaban los mediados de octubre. Yo estaba escribiendo un ensayo sobre Lucas Alamán y me sentía un poco perdido: no sabía hacia dónde dirigir mi trabajo ni estaba seguro del argumento que quería construir. Después de todo, era mi primer trabajo académico en historia, luego de haberme divorciado, de manera definitiva, de la economía. Entré a su oficina y, sentado frente a un escritorio cubierto por libros, rodeado de archiveros y custodiado por un busto de bronce de Pancho Villa, Friedrich me escuchó con paciencia durante algo así como diez minutos, sin hablar o hacer preguntas. Cuando sintió que yo había terminado –en realidad se me habían acabado las cosas que decir–, me preguntó, sin más:

–¿Por qué no va a la biblioteca a leer más? Pregúntele a Alamán mismo lo que usted quiere saber. –Y, más allá del tema que me inquietaba, me preguntó:

–¿Qué no tiene frío? ¿No tiene una buena chamarra para el invierno?

–Pues la que traigo puesta –le contesté.

–Esa no le va a servir. Es importante que compre una y, de una vez, prepárese para cuando lleguen Laura y su hijo.

Así eran las “lecciones de historia” con Friedrich Katz.

No recuerdo con precisión cuántos cursos tomé con él, pero algunos fueron cátedras, otros seminarios de discusión sobre temas específicos y, los demás, cursos de lecturas dirigidas, en los que simplemente se trataba de leer para luego ir a su oficina a discutir sobre los temas estudiados. Lo que sí recuerdo es que nunca me pidió que leyera algo que él mismo hubiera escrito. Y no por falsa modestia, ni porque los temas de sus libros o artículos no fueran relevantes para el contenido de los cursos, sino porque Friedrich pensaba que había muchos puntos de vista qué considerar y que su trabajo no consistía en que nosotros viéramos o valoráramos el suyo propio: su idea era que pudiéramos aprovechar sus cursos para leer lo más posible, para así comparar y discutir sobre las distintos argumentos de los historiadores.

–Nunca –me dijo Friedrich en alguna ocasión –deje usted de leer un libro porque alguien le diga que es un libro malo. Nunca sabe qué puede aprender.

En otra ocasión, lo fui a visitar para decirle que, quizá, me gustaría escribir una biografía de Lucas Alamán –a quien seguí estudiando– para mi tesis doctoral.

–Yo no sé de eso –me contestó–; si ya conoce al profesor Furet, ¿por qué no lo trabaja con él?

–Con todo respeto, profesor –le contesté–, pero me han dicho que ustedes no se llevan bien.

Friedrich soltó una carcajada y me dijo que lo invitara a comer al día siguiente, pues tenía muchas cosas que platicar con él. Nunca lo escuché hablar mal de alguien, ni hacer críticas que no fueran constructivas. Generalmente, de hecho, uno salía de los seminarios o de su oficina pensando que por fin había escrito algo, como dicen, a prueba de balas, sólo para darse cuenta, días después, que sus comentarios implicaban muchísimo trabajo adicional. Era generoso en sus críticas y en sus comentarios, pero también poniendo a disposición de todos nosotros su trabajo y sus archivos. Siempre nos dejó claro que teníamos un compromiso con nuestros colegas, con el saber y con la verdad, y que importaba más ser humilde y ser un verdadero ser humano que un gran historiador.

Fue cuando murió François Furet que empecé a convivir más de cerca con Friedrich pues, además de que cambié mi tema de tesis y él aceptó dirigirla, dicho evento coincidió con que su asistente de investigación decidió abandonar el doctorado y me pidió que trabajara con él. Luis Castro, que era un hombre particularmente perceptivo, me dijo:

–Esto lo tienes que aprovechar, porque lo que realmente tienes que aprender es cómo piensa el maestro; si aprendes eso, todo lo demás sale sobrando. Y, efectivamente, viéndolo trabajar, juntar papeles, dictar notas al pie, fue como más le aprendí. Para entonces, Katz ya había terminado la versión inglesa de La vida y los tiempos de Pancho Villa y me pidió que trabajara con él en la versión española que, en mi opinión, tiene un título que no refleja lo que Friedrich quiso hacer: Pancho Villa, así, a secas.

A lo largo del año que trabajamos en la versión en español, tuve la fortuna de poder platicar decenas de veces con él sobre las diferencias entre Chihuahua y Coahuila; sobre todo lo que pudiera explicar la diferencia entre los personajes, sus ideales y sus ideas, sus ejércitos y los resultados de la Revolución. Nunca pude entender por qué aceptó el cambio de título para la traducción. Pancho Villa es, en realidad, un estudio sobre la Revolución Mexicana que, por supuesto, se basa en la biografía del Centauro; es decir, el libro, ya de inicio, nació con la ambición de contribuir tanto a hacer una interpretación de lo que fue la Revolución en su conjunto, como a entender la vida de uno de sus personajes más importantes, y la forma en que Villa prácticamente se lanzó a la lucha al inicio de la revolución maderista y sobrevivió hasta el inicio de la sucesión presidencial de 1923-1924. El viaje usos de la historia a través de la vida de Villa dentro de la Revolución resultó para Friedrich el medio ideal para explicar lo que había sido, para él, la Revolución en sí.

Es cierto, el lente que Pancho Villa proporcionaba para ver la Revolución también tenía sus limitaciones, mismas que Friedrich siempre reconoció: Villa era un líder popular y era norteño. Por eso, por ejemplo, mi maestro nunca quedó satisfecho con cómo él mismo había tratado a la familia Madero o a Venustiano Carranza quienes, aunque también eran norteños, no eran líderes populares ni eran de Chihuahua. Uno pensaría que, después de escribir un libro como La vida y los tiempos de Pancho Villa, cualquier historiador estaría satisfecho y que, muy probablemente, habría vivido el resto de su vida cosechando los frutos que un libro como ese seguramente le traería. Pero no era el caso de Friedrich:

–Con todos mis viajes a los archivos –decía– no he podido comprender muchas cosas sobre quienes participaron en la Revolución.

Y no sé si hay muchos historiadores que hayan revisado tantos archivos como él.

Durante los años 70 y 80, gran cantidad de sus estudiantes, ¡muchos mexicanos! –que ahora son también historiadores muy reconocidos y que han escrito libros muy importantes para la historiografía de México y de la Revolución– bajo su liderazgo, estudiaron las condiciones económicas y sociales del norte de México, especialmente de Chihuahua y de Durango. Todo ese trabajo, por supuesto, fue muy importante para hacer el Pancho Villa. Pero ya para los años 90, Friedrich había empezado a insistir a sus alumnos que había mucho qué estudiar en otras regiones y sobre otros personajes de la Revolución. En mi caso, que lo conocí en 1994, reconoció rápidamente mi inclinación a estudiar a quienes habían sido considerados, de una forma o de otra, conservadores en la historia de México. Bajo su tutela escribí algunos ensayos cortos sobre el conservadurismo, sobre Lucas Alamán y sobre José Vasconcelos, por ejemplo. Y fue así que me impulsó y me animó a estudiar a Venustiano Carranza. Sí, el más distinguido villista de todos, me animó y me ayudó a estudiar a su más grande enemigo:Carranza. Y más de una vez nos reímos de ese hecho cuando participamos, ya como colegas, en algún coloquio o en alguno de nuestros viajes a Saltillo –tierra carrancista, por cierto, pero que siempre lo recibió como un visitante distinguido–. Pero en el caso de Madero, Katz mismo inició un estudio biográfico que, según me platicó, estaba ya bastante avanzado antes de que lo alcanzara la muerte. Si entendí bien, era un estudio sobre toda la familia Madero que, además, estaba escribiendo al mismo tiempo que otro libro sobre el grupo de los científicos. Ojalá algún día podamos ver publicados sus avances en esa investigación.

Como quiera que sea, Frierich, que con su Pancho Villa había explicado magistralmente el surgimiento del problema agrario en Chihuahua durante la segunda mitad del siglo xix; que había explicado con detalle cómo se había formado la División del Norte, cómo había funcionado, cómo había logrado su poder, sus demandas, sus éxitos y sus fracasos, me dijo alguna vez:

–No escriba un libro como el mío; no vale la pena.

Y cuando lo miré con ojos de sorpresa y le dije que jamás lo hubiera creído capaz de pecar de falsa modestia, me contestó:

–No es eso; ningún historiador puede decir que lo ha dicho todo, que lo ha descifrado todo. Yo tardé casi treinta años escribiendo Pancho Villa, y seguramente habrá más documentos, otros historiadores que los usen y que tengan la oportunidad de corregir lo que yo he hecho. Piense mucho; lea mucho; nunca se aleje de lo que los archivos le permitan decir; pero escriba rápido, porque hay otras cosas qué hacer, hay una vida qué vivir.

Después de cinco años en Chicago, Laura y yo decidimos regresar a México, tanto para pagar la deuda que teníamos con el país por haber financiado nuestra educación, como para volver con la familia. Friedrich nunca estuvo de acuerdo en que regresáramos sin haber terminado nuestras tesis

–Laura había entrado y terminado la parte escolarizada de su doctorado en Políticas Públicas, también–, pero nos apoyó incondicionalmente y nos acompañó con sus consejos y sus cartas de recomendación. Aunque la distancia hizo que nuestras conversaciones ya no fueran tan continuas como lo habían sido durante esos cinco años maravillosos, regresamos a Chicago una o dos veces al año después del 2000, e invariablemente Friedrich nos invitaba a comer y a platicar, ya no tanto sobre mi tesis o sobre el trabajo sino, más que nada, sobre su México querido. Siempre nos recibió con calidez, y aunque año con año la situación, tanto política como económica, se deterioraba en México, nunca se cansó de hablar bien de nuestro país. Quizá su optimismo era una combinación del agradecimiento que conservó desde su infancia con la visión de un historiador, para quien diez años de crisis no son sino un pequeño bache en “la larga duración”.

Pero era muy agudo en sus análisis, y era muy difícil tratarlo de convencer de que el futuro de México se veía negro.

–Es muy reconfortante que los historiadores no tengamos que predecir el futuro –decía Katz siempre, para después dar una cátedra acerca del futuro de México, siempre optimista, siempre ubicando a México en el contexto de la historia mundial, de la que sabía mucho más de lo que reconocía. Se podría decir mucho más, pero básicamente así era la vida con Friedrich Katz. Tal vez una última anécdota sirva para retratar, de un modo muy impresionista, su calidad humana, a la que este texto apenas puede hacer justicia. En alguno de nuestros viajes de regreso a Chicago, cuando Nicolás –nuestro segundo hijo– ya podía entender y hablar sus primeras palabras en inglés, Friedrich nos invitó a comer. La plática era completamente en inglés y Nicolás apenas podía seguir la conversación, si bien en sus ojos uno podía ver sus claras ganas de participar. Friedrich, que aunque hablaba perfecto español –además de alemán, inglés y francés– nunca perdió su encantador acento de austriaco, pronunciaba, una y otra vez, “Pancho Viya”, hasta que Nicolás, con un acento muy latino y combinando inglés con español, lo interrumpió:

–What a idiot! ¡No se dice Viya! ¡Se dice Villa!

La carcajada de Friedrich se escuchó en todo el restaurante y por más que quisimos disculparnos, él siguió conversando con Nicolás y festejando sus ocurrencias.

Friedrich nos heredó mucho, aunque también dejó muchos pendientes, pues nunca cesó de trabajar ni estuvo satisfecho con su obra. Creo que trabajó hasta el último día que su salud lo permitió. Pero lo que nos hará más falta, estoy seguro, es su calidez, su liderazgo, su manera de ver la vida y de enseñar historia. Aunque primero fue mi maestro, después tuve la fortuna de que me considerara su colega; pero luego fue mi amigo y, mucho más importante que eso, hacia el final de su vida se convirtió en una especie de abuelo para mis hijos, al que nunca podremos olvidar.

*Para leer más sobre la vida de Friedrich Katz, oprima aquí.

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