Tanto Siria como Líbano se han derrumbado como Estados funcionales y se pueden caracterizar ya como Estados fallidos. Siria, debido a los 10 años de guerra civil que la han devastado, aun cuando el régimen totalitario de Bashar al-Assad ha logrado retener una porción del país bajo su mando, y Líbano, como vecino y hermano menor de Siria, en crisis profunda desde 2019 cuando la corrupción generalizada, las luchas interétnicas e interreligiosas, los torpes manejos económicos y las intromisiones de poderes foráneos lo sumieron en un caos de gobernabilidad, que se agudizó todavía más con la fatídica explosión en el puerto de Beirut de agosto de 2020. La destrucción causada por ese evento respecto al cual los responsables aún hoy siguen impunes, fue la puntilla para una economía agonizante.
A partir de esa realidad, no sorprende que la frontera entre los dos países se haya convertido en un territorio en el que ha florecido el negocio de las drogas. En Líbano, el valle de Bekaa ha sido el paraíso para el desarrollo del narcotráfico ejercido por milicias locales, señores de la guerra, agentes del propio régimen de Assad y, sobre todo, la organización fundamentalista chiita Hezbolá, asentada en el sur de Líbano y considerada exportadora nata de terrorismo y de drogas que van desde el cannabis y el hachís, hasta anfetaminas y fenetilina (Captagon), esta última muy utilizada por los militantes del Estado Islámico o ISIS.
El contexto no podía haber sido más propicio para que la economía de ambos países se dirigiera a pasos agigantados a la producción y comercialización de drogas. Siria ha quedado devastada por la guerra, ocupadas varias de sus regiones por fuerzas militares diversas, azotada por un desplazamiento interno y un éxodo de proporciones bíblicas de millones de sus ciudadanos que se han desperdigado por el mundo buscando escapar de la muerte y del horror que se vive en su patria.
La población libanesa, por su parte, ha sufrido también inconmensurablemente. Escasez de productos básicos, alimentos, gas, medicinas, energía eléctrica, desbasto de agua, colapso de los sistemas de drenaje y suspensión de servicios básicos como recolección de basura, por ejemplo. La quiebra de negocios, la inflación y la devaluación continua de su moneda, junto con la carga que para la economía nacional significa el que cientos de miles de refugiados sirios se hayan sumado a la población local pugnando también por satisfacer sus necesidades básicas, completan el cuadro de caos e incertidumbre que reina en la región.
Bajo tales circunstancias de precariedad y falta de salidas, no sorprende que agricultores, jóvenes sin horizontes, pequeños y medianos empresarios, y civiles comunes y corrientes, se hayan enganchado con el narcotráfico, comandado en buena medida por Hezbolá. Su exportación de droga por tierra a Jordania, Irak y Turquía es una jugosa fuente de ingresos, pero más aún lo es el comercio transatlántico de estupefacientes que, de manera específica, se ha dirigido a la zona compartida por Argentina, Brasil y Paraguay, donde se asientan socios de Hezbolá que participan en el negocio.
El crecimiento de economías ilegales basadas en el tráfico de drogas, armas y trata de personas florece por lo general en zonas aquejadas por conflictos bélicos endémicos o, bien, donde el Estado de derecho ha dejado de operar por disfuncionalidades de orígenes diversos. En el caso aquí descrito, ambas condiciones están presentes. Afganistán y Myanmar, en los que el comercio de opio constituye su base económica fundamental, son otros ejemplos más de este mismo fenómeno.
Es ampliamente sabido que en México, los negocios ilícitos como el narcotráfico, la extorsión, la trata de personas y el tráfico de armas van elevando su capacidad de control de zonas cada vez más amplias de nuestro territorio. La guerra soterrada que en las dos últimas décadas ha cobrado centenares de miles de muertos y desaparecidos, junto con el cada vez más deteriorado Estado de derecho y la creciente disfuncionalidad gubernamental, auguran, por desgracia, que las cosas seguirán por ese rumbo, con los efectos perniciosos inherentes a ese proceso de desgarramiento del tejido social para el que, por lo pronto, no se vislumbra freno alguno. Cierto es que lejos estamos de las debacles totales que aquejan a Siria y a Líbano, pero haríamos bien los mexicanos en poner nuestras barbas a remojar.
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