Antisemitismo a la carta

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Hay mucho de chantaje en la polémica gratuita promovida en los últimos días en torno al presunto antisemitismo de Jadue, en lo cual se detecta el afán subrepticio de destruir su imagen a cualquier precio y con cualquier golpe bajo. Suena, en esencia, a una gran y oportuna distorsión, esto de su antisemitismo escolar, y un invento calculado para desgastar su candidatura, como sucede cada vez que surge en el horizonte una alternativa real de cambio en este país.

No me siento compelido a condenar en voz alta el Holocausto cuando estoy con mis amigos judíos, y tampoco les pido yo a ellos, compulsivamente, que condenen las masacres que ha dejado a su paso el gobierno de Netanyahu al arrojarse cada tanto contra la Franja de Gaza. Somos amigos, y gente civilizada, dando por sentada la condena de ambas partes a esos hechos. Condenar el Holocausto no debiera ser la condición preexistente de ningún debate sincero en estos tiempos, ni una prueba de pureza democrática que se exige a discreción: la condena de ese horror innombrable es algo que ocurre por defecto, se da por sentado entre los espíritus de buena fe y democráticos, y precisamente entre la gente civilizada.

En esta vena, el episodio en que alguna otra gente sin muchos pergaminos democráticos ha pretendido exigirle a Daniel Jadue definiciones explícitas al respecto empieza a resultar no solo arbitrario, sino una forma de racismo velado y de signo inverso al antisemitismo, como si esas voces escandalizadas estuvieran vetando de hecho a un ciudadano de origen palestino en su derecho a postularse a la Presidencia. ¿Qué pasaría si el día de mañana un conciudadano judío se postulara al cargo y variados personeros de apellido palestino irrumpieran en los medios para vetar su postulación? Sería, con seguridad, un escándalo que la propia comunidad judía se encargaría de denunciar como antisemitismo o una muestra de racismo intolerable.


Esto del antisemitismo es, no pocas veces, un rótulo ubicuo que tiende a enarbolarse de forma indiscriminada y, por decir lo menos, irreflexiva. Si atendemos a los aportes de algunas figuras judías que han merecido, ellas mismas, reconvenciones paradojales en ese sentido, veremos que el asunto es más complejo. Dos judíos egregios, titánicos en su contribución a la historia del pensamiento y la literatura, se plantearon con honestidad algunas de las exigencias a veces abrumadoras que trae consigo la condición judía, más allá de sus evidentes grandezas. El primero fue Marx, que en su conocido texto sobre la cuestión judía abordó lo que podría considerarse –con las cautelas del caso– una afinidad subterránea del judaísmo con el desarrollo del capitalismo. Así como Max Weber lo vinculó a la ética protestante, Marx –con la libertad que lo caracterizaba en sus razonamientos– estableció algunos rasgos del judaísmo ortodoxo que parecían afines al ethos acumulativo e individualista del capitalismo, una relación que evidentemente no entusiasmaba al joven Marx y que le significó sendos reproches de antisemitismo.

El segundo caso notable es el de Franz Kafka, que, en algunos de sus escritos íntimos, como las Cartas a Milena, desnuda lo que no son ya meras aprensiones ante los usos y hábitos de su comunidad, sino –en ciertos pasajes de esa correspondencia– una reticencia explícita a la vocación que ella exhibe de enclaustrarse en sus propias tradiciones. Max Brod, convertido en albacea del legado literario mayoritariamente inédito de Kafka, no solo organizó a su gusto ese legado, sino que se propuso conferirle una significación religiosa, algo que no estaba en las intenciones de Kafka, siendo como era un judío laico y ajeno al espíritu religioso en cualquiera de sus variantes. Era además un espíritu complejo, atribulado, básicamente disconforme con su condición existencial, que vivía su pertenencia a cualquier comunidad específica, también a la comunidad judía de Praga, como un cerrojo mental innecesario. A Kafka le pesaba el solo haber nacido y tener que vivir en sociedad –cómo no entenderlo–, y el hecho de vivir con el rótulo adicional que suponía la pertenencia a su comunidad le pesaba el doble. Quien se niegue a creerlo puede acudir libremente a sus Cartas a Milena, en las que hay pasajes que lo harían acreedor a él mismo a nuevos reproches de antisemitismo. Tantos como los formulados, unos años después, a Hannah Arendt al reflexionar en torno a la banalidad funcionarial del mal encarnado en Adolf Eichmann.

Con todo esto quiero decir que la mencionada etiqueta es hoy un defecto que se administra no pocas veces a mansalva, normalmente por un sector en extremo reaccionario dentro de la propia comunidad judía, para colgárselo a quien convenga y en el momento que convenga. Una etiqueta que pasa por la identificación malsana e interesada que la derecha israelí ha hecho entre sus conciudadanos con el Estado de Israel en sí, y que ha conducido otras tantas veces a que una porción de la intelectualidad judía se abstenga o sienta inhibida a la hora de condenar prácticas espeluznantes como las que acaban de desplegarse en Gaza hace tan solo unos días. Esa identificación del individuo singular con el Estado en que nace, o al que arriba, no es más que una expresión adicional de una vocación totalitaria desconocedora de que el individuo y el ciudadano son anteriores al Estado y están por encima de él. Es, a la vez, un chantaje del Leviatán moderno para con sus engranajes ciudadanos, al sugerirles que sus prevenciones ante las barbaridades en que ese Estado quiera embarcarlos serán leídas como un gesto antipatriótico o, para variar, de antisemitismo. Un fenómeno parecido a la sinonimia espuria que la dictadura pinochetista hizo en forma sistemática entre sus propias crueldades y la chilenidad, haciendo equivaler en su discurso la condena internacional de sus atrocidades con una condena presunta a Chile.

Hay mucho de chantaje en la polémica gratuita promovida en los últimos días en torno al presunto antisemitismo de Jadue, en lo cual se detecta el afán subrepticio de destruir su imagen a cualquier precio y con cualquier golpe bajo. Suena, en esencia, a una gran y oportuna distorsión, esto de su antisemitismo escolar, y un invento calculado para desgastar su candidatura, como sucede cada vez que surge en el horizonte una alternativa real de cambio en este país. Lo que aquí está en curso es lo que los norteamericanos denominan caracter assassination, vale decir, un proceso viciado de “destrucción del personaje” o “arrasamiento de su perfil público”, para lo cual todo sirve: desde los gritos en el cielo frente a su propuesta de buscar un auténtico pluralismo en los medios de comunicación hasta el escándalo ante su presunto (y falso) antisemitismo. Debemos precavernos contra estas cosas, que seguirán muy probablemente ocurriendo a costa del precandidato presidencial. Hay que evitar que el sistema dominante consiga hacernos salivar como perritos de Pavlov cada vez que difunde sus intrigas y manipulaciones.

1 comentario en «Antisemitismo a la carta»
  1. He leido muchos escritos antisemitas en mi ya larga vida. Este es uno de los más elegantes, una prosa impecable y un hilado que aparenta conocimiento. Obviamente el autor es comunista y ciertamente judefobo. Con este escrito, manipulador y lleno de odio disfrazado, el que lo escribe se ha ganado un alto cargo en un supuesto gobierno de Jadue.

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