Un viejo chiste cuenta acerca de un judío que compró un amplio terreno en Santa Bárbara, California, vecino al del famoso artista Sammy Davis Jr. En él construyó una villa copiada exactamente del actor; con una cancha de golf igualita a la suya; además, mandó hacer una pileta de natación y una cancha de tenis semejantes a las del renombrado intérprete.
Cierto día, el judío se encontró con su vecino famoso y lo inquirió: «Ahora que tengo todo igual a lo suyo, me siento como usted». Davis le respondió: «Al contrario, yo me siento mucho mejor».
«¿Cómo puede ser?», se asombró el judío. Davis volvió al ataque: «¡Yo no tengo ningún vecino judío negro!»
Recordé esto cuando leyendo los resultados de un estudio realizado la semana pasada por el Instituto Israelí para la Democracia, publicado después de las protestas de los judíos de origen etíope en Jerusalén, y en el que se formula la pregunta qué vecinos no quieren los israelíes, aparecieron en la tele las violentas escenas de los enfrentamientos entre jóvenes judíos etíopes y jóvenes agentes de policía, algunos de ellos también de origen etíope.
Aunque nosotros, los judíos de Israel, y nuestros hermanos en la diáspora, lo neguemos una y otra vez porque se ve muy mal, porque «no es higiénico», o porque nos contradecimos cuando tenemos que dar justificaciones acerca de nuestras relaciones hacia el prójimo, el apartheid ya está aquí y convive con nosotros desde hace varias décadas. Como se dice en Israel: «nos lo ganamos honradamente», o muy deshonradamente en este caso.
Los datos son categóricos: uno de cada dos israelíes (46%) no desea que un judío de origen etíope o un ciudadano árabe le refaccionen la casa, y el 39% de ellos no quiere que un judío etíope, un árabe o un trabajador extranjero le cambie los pañales a su madre o bañe a su abuelo.
Además, un número similar no desea vivir al lado de sus «hermanos» que se restablecen de una enfermedad mental. Uno de cada cuatro teme la cercanía de un vecino homosexual. Igual número de israelíes no quieren un vecino judío ultraortodoxo.
Como reacción a esto, uno de cada diez ultraortodoxos no desea un vecino judío laico, uno de cada tres (!) no quiere un vecino que llegó de Etiopía, o hijos de él, y ocho de cada cien no quieren un vecino que emigró de Rusia. Con los hijos de los rusos nacidos aquí casi no hay problemas; en su mayoría tienen nombres hebreos excéntricos, son de «bella apariencia» y, antes que nada, «blancos como la leche».
Si a ello le agregamos los israelíes que rechazan en su edificio a familias con muchos hijos, aquéllos que no desean vecinas jóvenes hedonistas que hacen el amor por las noches detrás de la pared mientras ellos observan a las moscas que revolotean en el techo, aquéllos que no quieren vecinos de izquierda y los que no soportan a los mesiánicos de la ultraderecha, en conjunto, parecería ser que el israelí promedio debería vivir en un islote aislado del Océano Pacífico.
Todo esto podría resultar muy cómico si dicho estudio no hubiera puesto en evidencia el dato aterrador de que uno de cada tres ciudadanos israelíes está de acuerdo en conservar los guetos de la población judía de origen etíope construidos en su momento en las afueras de las ciudades periferiales, y que uno de cada dos judíos estimula la expulsión inmediata de refugiados africanos a sus países de origen, donde serán detenidos y ejecutados apenas lleguen.
Los datos aportados en el estudio son alarmantes; y no menos problemático fue escuchar a la locutora de televisión y abogada Kineret Barashi preguntarle a la ex diputada israelí de origen etíope, Pnina Tamano Shata, acerca del racismo y la discriminación: «Dígame, ¿los líderes de su colectividad no tienen nada que decir a todo esto? A lo que Shata respondió casi a gritos: «Yo nací aquí, me eduqué aquí y serví en el ejercito aquí. Soy tan israelí como tú. Mi líder de colectividad es Netanyahu, ¿cuál es el tuyo?» Muy pocas veces escuché en un programa de entrevistas un silencio tan prolongado.
A raíz del estudio ya algunos ciudadanos reaccionaron en Facebook aludiendo que justifican el racismo de la mayoría, dado que en Israel los etíopes, «casi como los árabes», los «arrinconan». Que alguien con dos dedos de frente me explique eso.
La frase «Amarás al prójimo como a ti mismo», atribuida a Rabi Akiva, hace rato que dejó de ser vigente en el Estado judío. La gente ya no tiene idea de quién es realmente ese prójimo al que debe amar. Incluso los analistas en los medios, que criticaron a la ministra de Absorción, Sofa Landver, por no haberse pronunciado y negar cualquier entrevista después de la trifulca en Tel Aviv, no entienden de qué se trata.
¿Por qué debía Landver pronunciarse o ser entrevistada? Los miles de jóvenes israelíes que protestaron contra el apartheid en estas tierras nacieron aquí, se educaron aquí, muchos de ellos son estudiantes sobresalientes y sirvieron o sirven en la unidades de élite de Tzáhal. Tienen 25 años. ¿De qué absorción hablan los expertos?
Los judíos de Etiopía viven entre nosotros hace más de 30 años y todavía los seguimos considerando inmigrantes, primitivos, ignorantes y, por si fuera poco, negros en el sentido más despreciativo de la palabra.
¿Cómo puede ser? Justificativos hay muchos, pero ninguno es aceptable. Psicólogos tratarán de explicar muy académicamente que miles de años de discriminaciones, prohibiciones, persecuciones, expulsiones y asesinatos en masa de judíos pueden dejar secuelas y producir reacciones y efectos secundarios, principalmente en la memoria colectiva.
Pero hay un factor más determinante aún. Se trata del uso constante de la «política del miedo» para hacerse con el poder. Desde Ben Gurión hasta Netanyahu estamos armados hasta los dientes pero nos lavan la cabeza una y otra vez con cualquier ruido que «pone en peligro nuestra existencia». Cada uno de nosotros vive en guardia 24 horas por día 365 días al año.
Así, el prójimo se transforma en enemigo. Así, podemos ser judíos y democráticos y al mismo tiempo gobernar militarmente a dos millones y medio de palestinos sin otorgarles derechos civiles; o permitir que uno de cada cinco sobrevivientes de la Shoá tenga que elegir entre comer o comprar medicamentos; o que uno de cada cuatro niños israelíes viva por debajo del nivel de la pobreza; o simplemente mirar para otro lado aceptando que un equipo de fútbol profesional de primera división se niegue de por vida a contratar jugadores árabes bajo la amenaza de que sus hinchas anulen su membresía en el club o dejen de comprar entradas; o que políticos demagogos definan a refugiados africanos como «un cáncer en el seno de la nación»; o que un presidente del Estado sea condenado por violación; o que un ministro encarcelado varios años por soborno, vuelva a ser ministro; o que la mayoría de los actuals altos oficiales de la policía sean juzgados por acoso sexual.
Desde todo eso al desprecio, el camino es cada vez más corto y el silencio cada vez más estruendoso.
¡Oye Israel! El apartheid está latente entre nosotros. Tu principal peligro no es ni Irán ni Hezbolá ni Hamás. A los 67 años, tu verdadera Guerra de Independencia no terminó. Es aquí y ahora. Si no la ganas de una buena vez, no tiene sentido combatir en las demás.
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