Nuestra cultura nos permite tener una lupa para juzgar a los demás en vez de un espejito que nos permita vernos a nosotros mismos. Es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio. Somos seres emocionales que usamos la razón para justificar nuestras emociones corregimos a los otros para no vernos.
El malestar en nuestra vida se ha convertido una forma de convivencia que generamos en nuestra cultura, ya que parte de la vida implica convivir en el dolor y sufrimiento. A veces real otras inventado, al no aceptar la vida como se presenta y vivir en el pleito, interno y/o externo. Disfrazamos nuestro malestar corrigiendo a los demás. Una premisa sería la de evitar complicarnos la vida ya que esta es suficientemente complicada.
Cuando corrijo, soy superior al otro, ya que el saber real está de mi parte. Criticar o corregir, es diferente de opinar; puedo dar mi opinión sobre el tema que está en el aire asumiendo que sólo es una mirada más sobre ese asunto. No es mejor, no es la única, es diferente y puede ser complementaria.
Estamos muy educados para decorarnos externamente y se nos ha olvidado la decoración interna, ya que es con lo que finalmente nos vamos a quedar. Esa esencia que nos determina y que con frecuencia queremos disimular para ser como los demás quieren que sea.
Cuando nos expresamos en forma negativa estamos en el lugar equivocado y nuestro mensaje no va a llegar el receptor: al expresarnos liberamos tensiones internas más que querer ayudar al otro. Para comprender esto hay que pensar en un niño pequeño que libera su tensión y se relaja cuando empieza a hablar. Algunos niños que son muy traviesos y no han aprendido a hablar, cuando lo hacen surgen cambios en su conducta.
En muchas ocasiones hemos visto que el corregir a los demás se traduce erróneamente por tener una buena comunicación; esto se confunde ya que la crítica constante cierra la comunicación en vez de abrirla. Las palabras no son neutras sino que están determinadas por el tono, los gestos, el momento y la forma en que se dicen. No es lo que se dice, sino como se dice y esto complica las relaciones familiares y sociales.
Así surgen esos monólogos que se confunden con diálogos. Un diálogo es entre dos, un monologo es una sola persona hablando con el otro, pero sin escuchar lo que ese otro dice y escuchar implica la posibilidad de cambiar mi propia idea o complementarla con lo que el otro me está diciendo. Es una forma empática de ponerme en los zapatos del otro.
Por otro lado, hablando del tono y del mismo nene, lo imaginamos jugando con el agua del w.c, que es la que está a su altura, y la mamá horrorizada por lo que está viendo le empieza a gritar. El niño se espanta del grito, pero no entiende lo que está sucediendo. La diferencia estaría en que esta madre, cuente hasta cinco y le explique porqué es inadecuado jugar con esta agua. El tono de voz se sobrepone a lo que se dice. Una palabra cariñosa en un tono suave penetra con más facilidad que esa misma palabra amorosa dicha en un tono de voz fuerte y contundente. Nos vamos conformando como humanos desde que nacemos a través de juegos de coordinación relacionales en el seno familiar.
Hay que aprender a preguntar como lo hacen los niños pequeños. ¿Qué implica ese candor infantil al preguntar? Hacer la pregunta sin tener la respuesta de antemano. El que tiene esta cualidad es el que se comunica para que sus mensajes sean integrados y esto nos habla de madurez, aprendizaje y reflexión que en el acto de pensar. Nadie puede cambiar al otro como frecuentemente pensamos.
Todos tenemos ideas propias de cómo deben ser las cosas pero damos por hecho que nuestra verdad es la única posibilidad real y con frecuencia ni siquiera escuchamos el punto de vista del otro. No aceptar otra forma de ver las cosas nos habla de rigidez y pobreza interna. Esto no quiere decir que al escuchar tengo que cambiar mi forma, pero si habla bien de mí el hecho de saber que piensa el otro de este asunto.
Estamos dentro de una dinámica de cambio y conservación; cuando mi subjetividad cambia mi forma de pensar también ha cambiado y así la manera de expresarme y de hablar también lo ha hecho. Hablamos lo que pensamos y nuestra percepción es dinámica, no estática; está en cambio permanente.
Una razón importante para pelear es la de meternos en lo que no nos incumbe. El otro día un hombre sabio, me comentó con humildad: nunca me he metido en la vida del otro, porque la mía tampoco está para enmarcarla…¿Quién soy yo para decirle al otro lo que tiene que hacer? Podemos sugerir, dar nuestro punto de vista, pero nunca como la última palabra y la gran verdad.
Somos personas con distintas emociones y sentimientos que rechazamos y usamos la razón para justificarlo. Hay que aprender a cuidar lo que se dice y no todo lo que vemos o pensamos hay que expresarlo. Una palabra produce tanto dolor como un golpe.
Toda definición negativa es esencialmente equivocada. Así que, es importante aprender a cerrar la boca, no abrirla en forma intrusiva frente a los demás ya que esto nos convierte en personas poco queridas y desagradables. Amar es ver, escuchar y comprender a los demás aunque no estemos de acuerdo en su punto de vista. Una forma de crecer es reconocer al otro igual que queremos ser reconocidos. El sentir que somos vistos por el otro puede ser un móvil para el cambio siempre y cuando sea parte del propio marco referencial.
Artículos Relacionados: