La ingestión de alimentos tiene procesos sensoriales y neuroendocrinos precisos, es decir, se regula por neuronas y hormonas que controlan el hambre y la saciedad, por ejemplo, la ghrelina, una hormona que se sintetiza en el estómago y viaja al hipotálamo activando otras neuronas como el neuropéptido, siendo este el responsable de estimular el apetito. Otra señal que provoca el aumento de la sensación de hambre es el nivel de glucosa en la sangre cuando su concentración baja.
Cuando empezamos a comer, va apareciendo la sensación de saciedad por la acción o respuesta de otras sustancias como el péptido YY, cuyo objetivo es inducir señales de saciedad y que podamos detener la ingesta. Otra hormona que tiene este objetivo es la insulina, la cual actúa cuando los niveles de glucosa se elevan por la ingestión de alimentos al reforzar la sensación de saciedad en el hipotálamo.
Como podemos observar, en el cuerpo se activa un sistema muy preciso a corto plazo. Sin embargo, también se tienen reacciones a largo plazo donde intervienen otras hormonas como la leptina, la cual se sintetiza en el tejido adiposo e inhibe el hambre, así estos procesos tienen un ciclo de hambre y saciedad.
Pero ¿qué hay de las respuestas sensoriales a los alimentos?, es decir, ¿qué pasa con la elección de nuestros alimentos o por qué los elegimos? Es aquí donde entra la parte hedónica de los alimentos, en otras palabras “el placer”. Así, elegimos alimentos de acuerdo a lo que nos parezca más placentero, a recuerdos de placer o disgusto, tomamos en cuenta el olor, color, textura y memorias vinculadas a emociones gratas o, por el contrario, desagradables.
Los alimentos por naturaleza propia despiden olores que causan sensaciones en nuestro gusto y apetito y poseen una textura que, al contacto con nuestro paladar, puede causarnos un gran placer o repugnancia. Por eso se dice que el acto de comer es multifactorial y se suma el entorno psicosocial en el que nos encontremos al momento de elegir o ingerir nuestros alimentos. En los trastornos de la conducta alimentaria estas señales neuroendocrinas y sensoriales se ven afectadas, por lo que se desencadenan una serie de consecuencias metabólicas en las que el cuerpo busca alternativas para obtener energía que son dañinas para el organismo y ponen en riesgo la vida de quien padece este tipo de trastornos.
Un ejemplo de las consecuencias metabólicas mencionadas anteriormente es la cetosis. El cuerpo al no obtener energía de los alimentos, propiamente hablando de glucosa, busca en sí mismo la energía que no ha recibido y en algunos casos puede llegar a tomar los aminoácidos del músculo para que, mediante una reacción química, los convierta en glucosa. Sin embargo, como producto intermediario se producen cuerpos cetónicos que causan cetosis y la cetoacidosis prolongada o extrema puede alterar el pH sanguíneo, siendo este más bajo de lo normal. La disminución del pH sanguíneo a su vez deprime el sistema nervioso central, lo que puede causar desorientación, coma e incluso la muerte.
Los trastornos de la conducta alimentaria ponen en riesgo la vida de quien los padece. Experimentan condiciones difíciles tanto emocionales como metabólicas, por eso la recuperación no sólo consta de una mejoría física, sino de establecer una relación saludable entre la ingesta de alimentos y las emociones.
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