La vida después de la cuarentena

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Hace varios meses, cuando supimos que tendríamos que permanecer  aislados en casa por un lapso de tiempo indefinido, pensamos que nos volveríamos locos. Nos creíamos incapaces de adaptarnos y de recuperar un cierto sentido de estabilidad y hasta tranquilidad al permanecer aislados del exterior. Al principio fue difícil adaptar la rutina a una nueva normalidad,  buscábamos respuestas que no existían y nos aterrorizaba imaginar  lo que nos depararía el futuro. El sentimiento predominante era sin duda el miedo. Miedo resultado de la incertidumbre en la que de pronto se encontraba nuestra vida, y que nos hacía obedientes a permanecer en casa en un intento por recuperar la seguridad perdida. Y así, en diferentes partes del mundo, y en una especie de experiencia polifónica, comenzamos a ser parte del confinamiento en el que ya se encontraban muchos países. Sus historias y testimonios, que en un principio nos parecían ajenos y muy lejanos, finalmente nos alcanzaron junto con un bombardeo de noticias e información que, en su mayoría, sólo aumentaba el miedo y la incertidumbre.

Después de más de 100 días, el confinamiento nos ha dejado a todos una especie de experiencia ambivalente: hemos sentido la desesperación por el encierro, la incertidumbre económica, la tristeza de estar lejos de nuestros seres queridos y el duelo ante planes cancelados y proyectos de vida pospuestos. Por otro lado, nos ha permitido recuperar la conexión con los que conforman nuestro núcleo cercano. Reforzamos lazos, pusimos a prueba nuestra capacidad de adaptación y encontramos tiempo para el ocio y la reflexión. Nuestra casa pasó de ser centro de abastecimiento y recarga, a ser un espacio de seguridad y protección.

Hoy nos cuesta trabajo visualizar la vida fuera de casa: ir al cine, asistir a una fiesta o realizar cualquier actividad que nos obligue a convivir y romper la seguridad que habíamos encontrada en la sana distancia. Gracias al instinto de supervivencia, nos adaptamos a vivir confinados y ahora, que cambia el color de los semáforos de confinamiento y se nos abre la posibilidad de volver a salir al exterior,  nos enfrentamos al temor de regresar a actividades que hace unos meses nos eran cotidianas. Esto se relaciona con un fenómeno psicológico denominado síndrome de la cabaña (Cabin fever). Es importante remarcar que no se trata de un trastorno psicológico, sino de una reacción adaptativa natural tras experimentar un confinamiento prolongado. Se trata de emociones normales que surgen ante una situación anormal.


Cuando hablamos de este síndrome nos referimos a un estado anímico, mental y emocional que se ha estudiado en personas que, tras pasar un tiempo en reclusión forzada, han tenido dificultades para volver a su situación previa; por ejemplo, los cazadores que deben permanecen mucho tiempo encerrados a causa de un peligro inminente en el exterior. Cuando el peligro pasa y pueden salir, se les dificulta reencontrarse con el exterior.

Naturalmente, nuestro instinto quiere alejarnos de situaciones que nos causan miedo o que nos hacen sentir en peligro. El cerebro racional no es bueno lidiando con la incertidumbre y muchas veces la percibe como algo negativo; tomar nuevos retos que impliquen abandonar nuestra zona de seguridad o confort nos pone en una posición vulnerable al sentir que perdemos la posibilidad de controlar nuestro destino. Sin embargo, si siempre que sentimos inseguridad hiciéramos caso a nuestro instinto de autoconservación, nos perderíamos de las mejores experiencias de la vida como emprender un viaje, iniciar un nuevo trabajo o, incluso, enamorarnos. Aunque todo esto nos trae mucha felicidad y crecimiento a largo plazo, aventurarse a lo desconocido implica siempre,  valor, determinación y esfuerzo.

Entonces, ¿qué podemos hacer para aventurarnos de nuevo a la vida en el exterior sin sentirnos invadidos por el miedo?

Lo primero y, quizá lo más importante, es ser comprensivos con nosotros mismos y con nuestros seres cercanos. No todos reaccionamos igual en situaciones similares, por lo que habrá para quienes salir será un proceso fácil y muy disfrutable, y para los que tomará un tiempo re adaptarse a la vida en el exterior. Será como cuando salimos a un lugar muy iluminado sin traer lentes de sol. Lo que es un hecho es que nadie regresará a la “nueva normalidad”, sino a la realidad. Y esta realidad implica, para todos, adaptarnos a cambios que quizá se vuelvan permanentes, para evitar la propagación de nuevos contagios.

Algunas recomendaciones basadas en la experiencia de otros países y en las miles de personas que han experimentado este proceso gradual de des-confinamiento son:

  • Recuperar una rutina lo más parecida a lo que era nuestra vida antes del confinamiento y mantener o agregar hábitos saludables como comer de forma ordenada, hacer ejercicio y tener momentos de descanso.
  • Retomar de forma gradual el contacto con las persona; iniciar con el círculo cercano de familiares y amigos y, gradualmente, asistir a espacios con mayor afluencia de gente.
  • Respetar y seguir los protocolos de seguridad y cuidado. Frente al miedo al contagio, las pautas de distanciamiento social, lavado de manos y uso de cubrebocas (entre otras), nos pueden proporcionar cierto sentido de seguridad.

Durante una crisis hay que protegerse, pero eso no basta. Es importante escucharnos y atender a nuestras necesidades para que podamos salir adelante de la manera más respetuosa con nosotros mismos y con los demás. Hay que comprender y ser empáticos con nosotros, con los otros y con nuestro planeta. Esta comprensión nos llevará a organizar nuestras vidas de una manera diferente, a utilizar nuestros recursos internos como la creatividad, la valentía y la tenacidad en la búsqueda  del bien común.

Es sin duda, un buen momento para hacer un inventario de lo esencial en nuestras vidas.

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