Parshat Beshalaj, el valor del silencio (miut sijá) (Interpretación Ortodoxa)

Después de que los hijos de Israel fueron sacados de Egipto por el Faraón, Dios no los condujo por la ruta directa a Canaán previendo que ante cualquier confrontación con fuerzas hostiles se asustarían, lamentarían su reciente liberación, y retornarían a Egipto. En lugar de ello, el Pueblo es llevado por la ruta tortuosa del desierto, siempre guiados por una columna de nubes durante el día, y una columna de fuego por la noche. Los Israelitas llegaron a la frontera con el desierto, cuando recibieron la orden de regresar en dirección a Egipto y acampar junto al Mar de Carrizos (Yam Suf), haciendo creer a los egipcios que estaban perdidos. Tan pronto como los Israelitas partieron de Egipto, el Faraón se arrepintió de haberles permitido salir. Creyendo que estaban atrapados por el desierto, reunió a todo su ejército, constituido por numerosos soldados y carros de guerra, y salió a perseguirlos. Pronto los alcanzaron y, cuando los otrora esclavos vieron a sus bien armados ex-amos acercándose, fueron dominados por el pánico. “Acaso faltaban tumbas en Egipto… sería mucho mejor para nosotros servir en Egipto que morir en el desierto”, clamaron amargamente a Moshé. Pero Moshé les aseguró que Dios Lucharía nuevamente por ellos (“…Dios Peleará y ustedes se quedarán callados”). Como veremos, de hecho, todo este simulacro fue una trampa puesta por El Señor para terminar de impartir justicia a los opresores. La columna de nubes se colocó entre ambos campamentos, separándolos, y creando un velo oscuro del lado Egipcio. Por orden de Dios, Moshé extiende su vara sobre el Mar y un fuerte viento sopla toda esa noche, dividiendo las aguas. Esto permite a los Israelitas cruzar el mar sobre el lecho seco. Al amanecer se levanta la nube y, viendo los egipcios cómo los Israelitas se les están escapando, los siguen velozmente y sin pensar hacia dentro del mar.

Fue entonces que fueron sumidos en una gran confusión, con las ruedas de sus carros atascadas en la húmeda arena ahora convertida en lodo. Moshé extiende nuevamente su mano sobre el mar y las aguas, alzadas como muros, se cierran sobre los egipcios y sus caballos, ahogándolos. Moshé y los hijos de Israel, finalmente liberados, entonan una canción de triunfo, alabando el infinito poder de Dios y por los milagros que habían destruido a sus enemigos.

Los Israelitas viajaron tres días a través del desierto de Shur sin encontrar agua. Cuando llegaron a Mará (amargo en Hebreo, y llamado así por el sabor de sus aguas), consumidos por la sed comenzaron a murmurar. Pero Moshé arrojó un árbol a las aguas y milagrosamente las endulzó. Ellos se refrescaron y continuaron su camino, adentrándose en el desierto del Sinaí. Un mes después de su partida de Egipto, empezaron a escasear las provisiones, por lo que nostálgicamente se acordaron de “las lujuriosas ollas de carne egipcias”. Dios les respondió que les llegaría carne por la noche y les llovería pan del cielo cada mañana. Así, esa noche apareció una cantidad tan inmensa de codornices que el campamento quedó completamente cubierto; y, por la mañana, encontraron envuelto entre las capas del rocío matutino, una especie de panecillo de características milagrosas –llamado maná– que les había llovido del cielo. Moshé les ordenó que recogieran cada día solo un ómer (medida bíblica, cercana a los 2 kg) de maná por persona, el cual debía ser consumido en el mismo día. Sin embargo, el Viernes debían reunir una porción doble para disponer de alimento también para Shabbat, día en que está prohibido transportar objeto alguno por ser considerado melajá (trabajo creativo), motivo por el cual no les caería nada del cielo. Un ómer de maná fue guardado en un recipiente que quedaría resguardado en el mishkán (futuro tabernáculo), como testimonio para las futuras generaciones de la bondad de Dios durante el éxodo de Egipto.


Los Israelitas siguieron viajando y llegaron a Refidim, donde se quejaron nuevamente por la falta de agua. Por orden de D-s, Moshé golpea con su bastón cierta roca, y de ella brota una gran corriente de agua satisfaciendo la sed del Pueblo. Después, allí mismo, llegan los Amalekitas y atacan a los escépticos Hijos de Israel. Moshé dirige a su alumno principal -Yehoshua Bin Nun- a agrupar un ejército para defenderlos y, así lo hace, saliendo victoriosos, aunque ayudado por las plegarias de Moshé desde la cima de la colina. Dios instruye a Moshé a recordar en la Torá que Ël eventualmente borrará el recuerdo de Amalek de la faz de la Tierra, en esta batalla de generación en generación entre Israel y Amalek.

CODA: Los 116 versículos que forman P.Beshalaj están perfectamente balanceados en lo que podría describirse como una clásica curva senoidal: los primeros 58 describen el amor y la confianza en Dios que desarrollaron los Hijos de Israel al cruzar el Mar; los últimos 58 trazan su creciente criticismo y dudas. Siguiendo esta curva, subiremos desde el terror que el Pueblo sintió cuando el ejército egipcio los alcanzó para aniquilarlos, hasta la cúspide de la exaltación y la fe que experimentaron tras haber vivido la partición de las aguas. De allí empezó el descenso; primero protestaron levemente cuando encontraron que el manantial de Mará no era potable; después se sublevaron cuando las provisiones de comida y agua empezaron a agotarse; hasta caer al punto más bajo de la convicción (Emuná) en el Todopoderoso cuando se preguntaron ¿Acaso está Di-s entre nosotros o no? (Shemot 17:7). Así, ellos atravesaron un rango espiritual casi inexplicable en el curso de tan solo unos pocos días –alcanzando por un lado el punto más alto de la profecía y, llegando poco después, a un nihilismo espiritual y estado de desaliento existencial sin precedentes. El desafío de esta Parashá es entender como coexistieron en los recién liberados Hebreos los dos contradictorios extremos de dicho espectro, -la fe y el escepticismo-, algo psicológicamente imposible y filosóficamente inaceptable.

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